No resulta novedoso afirmar que en España, por diversas razones más o menos discutibles pero bien instaladas en nuestra cultura política, la izquierda mantiene una relación bastante espinosa con la propia identidad nacional. Hay otros cuantos países importantes con similar problemática: Japón o Alemania (con quienes compartimos un pasado autoritario y militarista durante el siglo XX) y Canadá o Reino Unido (caracterizados por un debate territorial también complejo y donde igualmente se tiende a considerar al Estado como más conservador que la periferia). Aquí probablemente es más complicado porque se combinan ambas dimensiones, de forma que cuesta aún más trabajo instalar en el imaginario progresista una visión de España como referente de los valores normalmente atribuidos a ese espectro ideológico. Nada que ver con otros casos donde resulta habitual ver banderas o escuchar proclamas nacionales acompañando las causas y movilizaciones de la izquierda.
La visión exterior que se tiene de España es, desde luego, más matizada pero lo cierto es que no puede decirse que esté políticamente asociada con la izquierda; como sí podrían estarlo, por poner algunos ejemplos, Francia (piénsese en el simbolismo revolucionario de La Marsellesa), Suecia o Cuba. Los resultados del Barómetro de la Imagen de España (BIE) muestran una percepción internacional en general muy plural y democrática pero también se detecta que, en la mirada del otro, siguen pesando ideas más bien vinculadas a la derecha. Por ejemplo, no es raro que los encuestados en América Latina o Magreb hagan referencias a la “conquista” cuando se les pide que mencionen lo que les evoca España o que los europeos sigan atribuyéndonos estereotipos de país “tradicional” o “religioso”.
Se puede incluso afirmar que, desde la época de la Segunda República, nuestro país no ha sido foco de referencias para la izquierda global. La excepción podría ser la influencia que llegó a ejercer Felipe González durante casi veinte años, pero su forma de gestionar el PSOE y la presidencia del Gobierno se vinculan más bien en nuestro entorno a una versión moderada y casi centrista del socialismo. En todo caso, nada que ver con la sistemática resonancia que suponen los debates y tendencias surgidos desde la Segunda Guerra Mundial en el mundo escandinavo (acerca del Estado del Bienestar), en Francia (tras mayo del 68), en Italia (sobre el eurocomunismo), o en Reino Unido y Alemania (a propósito del eterno debate entre terceras vías e izquierda “auténtica”).
En este contexto, es muy interesante destacar que, en la última década, España ha comenzado a convertirse en una importante fuente de inspiración para la izquierda internacional. Y lo ha hecho además, tanto desde las instituciones como desde la calle.
Tal vez el primer precedente, más bien episódico considerando el desenlace final, fue la iniciativa del juez Baltasar Garzón de ordenar la detención en Londres entre 1998 y 2000 del antiguo dictador chileno, Augusto Pinochet; a la sazón icono de la derecha autoritaria sudamericana a ojos de toda la progresía mundial. Por primera vez en mucho tiempo, España se veía asociada a una doble causa de izquierda: la de la justicia transicional y la de la persecución internacional de determinados crímenes y abusos.
A partir de 2004, la presidencia de Rodríguez Zapatero, no demasiado propicia a la reivindicación izquierdista en sus aspectos de política económica, sí resultó en cambio muy influyente por lo que se refiere a la extensión de derechos individuales y, singularmente, por la aprobación de la legislación sobre matrimonio del mismo sexo o por las políticas de género. Que un país como España -habitualmente considerado patriarcal- liderara esas medidas, tuvo gran impacto en los debates sobre la cuestión; sobre todo en el ámbito de influencia católica: Italia, Francia o Irlanda, aunque también EEUU y por supuesto toda América Latina.
Pero ha sido sin duda desde la calle, con las movilizaciones del 15 de mayo de 2011, cuando más se ha proyectado en el exterior la izquierda española (en este caso, la que queda más allá de la socialdemocracia). Si hay algo que simboliza mediáticamente bien la reacción de la juventud frustrada contra la crisis financiera, la corrupción o la falta de participación fue aquel movimiento masivo de Indignados que adquirió notoriedad y fue luego ampliamente imitado. Es verdad que antes se habían producido las grandes concentraciones de la Primavera Árabe y manifestaciones en otros países pequeños, pero la protesta en un gran país europeo resultó mucho más influyente hasta el punto de inspirar cuatro meses después el “Occupy Wall Street” de Nueva York.
El corolario más o menos remoto del 15-M, Podemos, se ha convertido igualmente en uno de los elementos más conocidos de España desde el año pasado. Los medios anglosajones le han otorgado una relevancia mayúscula y el partido se ha convertido hoy en fuente de inspiración para formaciones hermanas en muchos países y singularmente, en los del sur de Europa. El Movimento Cinque Stelle, que tiene más apoyo y surge en un país más grande, podía haber servido también de referente pero su populismo antieuropeo es percibido con más antipatía. Lo cierto es que toda la izquierda meridional quiere tener su “Podemos” y hasta una fuerza de gobierno (Syriza en Grecia) está muy interesada en asociarse con las siglas. Otros casos célebres de partidos que siguen la inspiración española, y que ya han superado el 10% de apoyo electoral, son O Bloco en Portugal o el Partido progresista y pro-kurdo HDP en Turquía. Es verdad que tienen diferencias históricas y organizativas, y eso hace advertir a los politólogos puntillosos que se trata de fenómenos no equiparables a Podemos, pero lo más relevante es que tanto sus líderes como sus votantes alimentan esa conexión que surge de España y se proyecta hacia fuera.
Es curioso que, teniendo en cuenta que las iniciativas de diplomacia pública para promover la “marca España” no han resultado particularmente populares entre la izquierda, ésta haya colaborado de manera tan efectiva a la proyección de España en el mundo. Los responsables de la “Marca España” señalaban hace poco que Podemos, “por radical que parezca, no afecta a la imagen del país». Se entiende bien el sentido tranquilizador que se quería imprimir a esa declaración. Pero lo cierto es que, sí que afecta… y positivamente. En la medida que el imaginario dominante sobre España aún tiene cierto sesgo conservador, esta aportación de la izquierda más reciente contribuye a equilibrar esa percepción y hacerla más acorde con la realidad plural de la democracia española contemporánea. Sobre todo, si se quiere ir logrando instaurar entre los ciudadanos un «sentimiento de propiedad» y despertar el «sentimiento de orgullo» por pertenecer a su país. Un camino que solo puede pasar por cierta complicidad de la izquierda y, al mismo tiempo, vinculando a ésta con la imagen de España que se proyecta dentro y fuera.