En primer lugar, la agenda de los Objetivos del Milenio va tocando a su fin. El sistema internacional de cooperación de principios de siglo, con Norte y Sur, actores más o menos identificables –fundamentalmente gobiernos, organismos multilaterales y ONGD– y una agenda de desarrollo social ampliamente consensuada y relativamente compartida e implementada, se ha esfumado. Sencillamente. Aún no sabemos qué agenda de desarrollo prevalecerá a partir de 2015. De hecho, no podemos siquiera afirmar que en 2015 se darán los elementos políticos y económicos que sí se daban en el cambio de siglo y que permitieron alcanzar un consenso en torno a la Declaración del Milenio.
En cualquier caso, el mundo post-2015 seguramente se parecerá bastante al mundo post-Busan en el que ya nos encontramos. Los países en desarrollo ya no son sólo receptores de ayuda, y los que lo son, ya no reciben ayuda solamente de los donantes tradicionales. El aumento de las desigualdades internacionales también está compartimentando el Sur global y muchos países en desarrollo son, además de receptores, donantes de ayuda al desarrollo –la denominada cooperación Sur-Sur–. Cierto, este fenómeno no es tan reciente. Lo que sí es más reciente es que la grave y prolongada crisis económica, financiera y fiscal en Europa y EEUU, sumada al auge asiático y al aumento de los precios de las materias primas –con el consiguiente dinamismo económico en América Latina– esté generando situaciones como ésta: podría llegarse a un acuerdo con el gobierno de México para que España se apoye en la red de centros culturales mexicanos desplegados en EEUU para sus propias actividades de difusión cultural. ¿Cooperación Sur-Norte?
Pero hay otros cambios. El aumento de las desigualdades a todos los niveles –interregionales, internacionales, interpersonales– también está detrás del aumento de la cooperación privada. Sirva de ejemplo de la magnitud del fenómeno la anécdota de que la Fundación Billy Melinda Gates tiene ya su propia entrada en la base de datos de referencia sobre estadísticas de ayuda oficial al desarrollo.
Del borrador del IV Plan Director cabe destacar dos objetivos o principios que podrían suponer cambios tectónicos para la cooperación española: un giro hacia la cooperación orientada a resultados –no se coopera por cooperar, se coopera para algo– y un énfasis particular en la mejora de los sistemas de gestión de información y del conocimiento.
Ahora bien, a pesar de que existe una sección dedicada a la unidad de la acción exterior (una acción exterior más integral), queda la duda de si existe una visión estratégica de la cooperación que haya permeado al conjunto del plan.
Así, por ejemplo, el plan se articula en torno a objetivos fundamentales (capítulo II. Qué vamos a hacer) y no prioridades sectoriales. Pero no sabemos qué criterios han guiado la selección de estos objetivos –consolidar procesos democráticos y el Estado de Derecho; reducir las desigualdades y la vulnerabilidad a la pobreza extrema y a las crisis; promover oportunidades económicas para los más pobres; fomentar sistemas de cohesión social, enfatizando los servicios sociales básicos; promover los derechos de las mujeres y la igualdad de género; mejorar la provisión de Bienes Públicos Globales y Regionales– y no otros. Además, bajo esta selección, parecería que se agrupan casi todos los sectores en los que la cooperación española ha venido trabajando en estos últimos años.
Ocurre algo similar con la asignación geográfica de la ayuda. Sin bien el texto es contundente respecto de la voluntad de concentración, el hecho de que Filipinas se cuele entre los países prioritarios resultantes de un repliegue en “Latinoamérica, el Norte de África y Oriente Próximo y África Subsahariana, con especial atención a la región occidental” podría ser sintomático de las dificultades, para la cooperación española, de romper con path dependencies. Más allá de la anécdota, el Plan Director no plantea un cruce entre objetivos y prioridades geográficas. ¿Se van a perseguir cada uno de los seis objetivos señalados más arriba –con todas las intervenciones sectoriales que esto supone– en cada uno de los países prioritarios?
Así, a pesar de los importantes cambios que se anuncian, el actual borrador de Plan Director corre el riesgo de seguir poniendo el énfasis en el aspecto técnico, eludiendo lo estratégico y político que pueda haber en una política –valga la redundancia– de cooperación. Otro ejemplo es que los criterios de selección de organismos internacionales para la canalización de la ayuda multilateral son la concentración, la eficacia, la responsabilidad mutua y la participación. Son fundamentales. Sin embargo, en qué medida la estrategia y los objetivos del OMUDE en cuestión están alineados con los de la misma cooperación española, no es uno de ellos –al menos, no explícitamente–.
La pregunta que quizá el lector se haga tras la lectura del borrador de Plan Director es si, a pesar de los importantes cambios que se plantean para la cooperación española, tenemos claro cómo se van a articular y cuál es la estrategia ante un sistema de cooperación internacional –y, en definitiva, un mundo– al que le quedan pocos elementos de los que lo definían hace 10 años.