A las 12 personas asesinadas el pasado sábado mientras disputaban un partido de futbol en Majdal Shams –villa drusa en el territorio sirio de los Altos del Golán, ocupados por Israel desde 1967 y anexionados desde 1981– les da igual si el proyectil que los mató fue un misil Falaq, de fabricación iraní, lanzado por Hizbulah o fue un misil interceptor israelí desviado accidentalmente de su trayectoria. Ninguna de ellas podrá saber ya si se trató de un ataque deliberado de la milicia chií libanesa contra civiles indefensos o si el sistema israelí de defensa antiaérea erró el tiro en su intento por destruir en vuelo alguno de los cohetes y misiles que Hizbulah viene lanzando desde hace meses contra territorio israelí.
Racionalmente, cuando ya se contabilizan más de 350 libaneses y en torno a una treintena de israelíes muertos como consecuencia de los golpes que ambos bandos vienen intercambiándose a los dos lados de la frontera israelo-libanesa desde el pasado octubre, resulta difícil identificar cuál puede ser la razón última de esta nueva desgracia humana. Ambos han cometido barbaridades en numerosas ocasiones y ninguno necesita una excusa para escalar hasta un mayor nivel de violencia. En todo caso, lo ocurrido le sirve a Israel para sostener que Hizbulah ha cruzado ya todas las líneas rojas, atacando lo que considera (sin fundamento) territorio israelí y a población drusa (que se resiste a aceptar la ciudadanía israelí) y para anunciar una respuesta contundente –entendiendo que los ataques del domingo contra varias localidades del valle de la Bekaa y cercanas a Tiro sólo han sido acciones rutinarias–. Hizbulah, por su parte, niega radicalmente la autoría de la masacre, al tiempo que se muestra preparada para castigar a Israel.
Parecería, en consecuencia, que lo más probable es que la tensión se prolongue en el nivel en el que se encuentra actualmente, al menos hasta que las FDI logren imponer su dictado en Gaza.
Sea como sea, el punto de ebullición en el que se encuentra actualmente el enfrentamiento entre ambos actores aumenta la probabilidad de que se produzca el estallido de una confrontación abierta a gran escala. Una confrontación de la que recurrentemente se viene hablando ya desde la finalización del último enfrentamiento convencional entre las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) y Hizbulah, en el verano de 2006. En aquellos 54 días de combates, y a pesar de su abrumadora superioridad, Israel no logró eliminar por completo la capacidad de combate de la milicia libanesa, dejando un poso de frustración en Tel Aviv ante una milicia que incluso se atrevió a cantar victoria en la medida en que no había sido aniquilada. Por eso ahora, en el contexto de la operación de castigo que las FDI vienen realizando en Gaza, recobra fuerza la idea de que el gobierno liderado por Benjamín Netanyahu está dispuesto a aprovechar la circunstancia para rematar la tarea que dejó pendiente hace años.
Consciente de esa amenaza y de su propia inferioridad de capacidades –por mucho que se haya dotado de un arsenal de cohetes y misiles muy superior al que tenía hace 18 años– Hizbulah está tratando de evitar verse envuelta en una confrontación directa de la que podría salir muy mal parada. Por una parte, y en gran medida siguiendo las indicaciones de su principal patrono (Irán), está empleando parte de su fuerza en golpear a Israel. De hecho, ha logrado forzar la evacuación de unos 60.000 ciudadanos israelíes que habitan las localidades más próximas a la frontera común, a los que se añaden otros 20.000 que voluntariamente han abandonado sus hogares en otras zonas próximas. Esto supone no sólo una carga económica para el gobierno –por los fondos públicos necesarios para cubrir los gastos de alojamiento y vida de esos ciudadanos–, sino también una presión añadida, compartida en general por los mandos militares, para que el gobierno procure restablecer cuanto antes la seguridad en la zona. Pero, por otra, se ha cuidado de no ir más allá, por mucho que su líder, Hasan Nasrallah, insista en su voluntad de movilizarse en defensa de la causa palestina.
Israel, entretanto, se encuentra en una disyuntiva difícil de resolver. En principio, parece poco recomendable abrir totalmente un nuevo frente en el Líbano, cuando las FDI no han logrado todavía el control de la Franja de Gaza. De hecho, se están viendo obligadas a reiterar esfuerzos en áreas de la Franja que se suponía que ya habían logrado dominar. Pero esa prevención supone permitir que Hizbulah siga reforzándose y amenazando Israel en su frontera norte, lo que puede acabar traduciéndose en la necesidad de tener que atender simultáneamente a dos frentes, sin olvidar que Irán puede utilizar a otros peones activos en la región –como los huzí yemeníes y las milicias que controla en Siria e Irak– para complicar aún más la agenda israelí.
Parecería, en consecuencia, que lo más probable es que la tensión se prolongue en el nivel en el que se encuentra actualmente, al menos hasta que las FDI logren imponer su dictado en Gaza. Sin embargo, los cálculos del propio Netanyahu y las cada vez más frecuentes declaraciones de altos mandos militares israelíes pueden forzar el guion hasta el punto en el que se termine por desatar una escalada bélica que implique a toda la región. A fin de cuentas, hace tiempo que Netanyahu ha dejado de tomar en consideración los intereses de Israel para centrarse en su propia supervivencia política. Y eso pasa por prolongar la guerra para evitar unas elecciones anticipadas que podrían suponer su derrota en las urnas.