Difícilmente se va a encontrar Israel ante una coyuntura tan propicia como la actual y de ahí la tentación de dejarse llevar a favor de corriente para rematar varias tareas pendientes. Entre ellas destacan dominar totalmente Palestina, neutralizar a Irán y destruir a Hezbolá.
Por una parte, cuenta con su abrumadora superioridad militar en la región, tal como ha demostrado en múltiples ocasiones, aunque eso no le garantice ni la anulación de la resistencia palestina ni los golpes puntuales que Hezbolá pueda propinarle. Por otra, la convulsión violenta que sufren varios de sus vecinos le permite descartar cualquier ataque en masa por parte árabe, similar a las cinco guerras que ya se contabilizan en el prolongado conflicto árabe-israelí. En este plano le basta con mantener muy abiertos los ojos y los oídos (lo que incluye golpes selectivos cada vez que percibe la oportunidad para destruir capacidades de alguno de sus potenciales adversarios), mientras certifica la creciente impotencia de todos ellos. Además, tiene a los palestinos más fragmentados y debilitados que nunca y a la Unión Europea ensimismada e irrelevante como actor internacional. Por el contrario, a su lado se alinea un presidente estadounidense que no tiene reparo alguno en mostrar abiertamente su inclinación proisraelí, aunque eso suponga arruinar la ya debilitada imagen de Washington como mediador o facilitador de un hipotético acuerdo de paz. Y, por si con todo lo anterior no fuera suficiente, también el régimen golpista egipcio se muestra dispuesto a colaborar en el castigo a los palestinos y en anular a la Liga Árabe, y hasta Arabia Saudí muestra una inaudita cercanía a los intereses de Tel Aviv, aunque eso suponga reconocer que su apoyo a la causa árabe (y más concretamente a la palestina) es tan solo un discurso vacío.
Llevados por ese cúmulo de circunstancias favorables, y ya sin freno alguno, el gobierno de Benjamín Netanyahu avanza hacia el desastre, aunque crea hacerlo hacia el éxito total. Así hay que entender la brutal respuesta a las movilizaciones que los desesperados gazatíes iniciaron el pasado 30 de marzo, saltándose sin disimulo las más elementales normas que debe seguir en sus acciones quien insiste en ser reconocida como la única democracia de Oriente Medio. Como potencia ocupante Israel es responsable del bienestar y la seguridad de los más de 1,8 millones de habitantes de Gaza y, sin embargo, no solo no atiende esa tarea sino que se empeña en mantenerlos encerrados en la mayor prisión del planeta, al tiempo que les niega toda posibilidad de llevar una vida digna, ahogándolos hasta un punto en el que no puede extrañar que terminen por “suicidarse”, enfrentándose a un ocupante que no duda en utilizar fuego real contra población mayoritariamente desarmada. Y si lo hace es porque, por un lado, ha perdido el norte en su dinámica egocéntrica y, por otro, porque sabe que en el escenario internacional goza de una impunidad total que le asegura que nadie irá más allá de las huecas palabras de denuncia y llamadas a la moderación. Dicho de otro modo, lleva tanto tiempo cometiendo actos inaceptables sin consecuencia alguna, tanto si se miden con respecto a sus propios fundamentos morales y éticos como en relación con el derecho internacional y las normas básicas de la guerra, que ya ha perdido la noción de la mesura.
Sumido en esa espiral de la que nada bueno puede extraerse Netanyahu también se siente fortalecido en relación con Irán. Si hasta hace apenas unas semanas se limitaba a realizar ataques aéreos selectivos en territorio sirio (unos 150 desde el inicio del conflicto en 2011) para evitar que armas iraníes llegaran a manos de Hezbolá, ahora se atreve ya a atacar directamente objetivos iraníes. El desarrollo del conflicto sirio ha permitido a Teherán avanzar sus propios peones hasta la proximidad de los Altos del Golán, ocupados desde 1967, y eso, unido al propio reforzamiento de la milicia chií libanesa, supone para Tel Aviv una amenaza directa. Aprovechando la insensata decisión de Donald Trump de salirse del acuerdo nuclear firmado con Irán en 2015, Netanyahu busca ahora provocar una respuesta directa iraní en territorio sirio para, de ese modo, reforzar la imagen de Teherán como una amenaza global y así aumentar la probabilidad de que finalmente Washington decida en algún momento golpear militarmente a Irán o, al menos, permitir que Tel Aviv haga lo propio (lo cual acabaría obligando al primero a alinearse con el segundo).
Algo así sería una insensatez de mayor calado porque, al margen de la responsabilidad que pueda tener Teherán en añadir leña al fuego, se abriría un proceso que ni sirve a los intereses de Estados Unidos –necesitado de desembarazarse de la carga que le supone su actual implicación en la región para centrarse en la competencia que ya plantean China y Rusia– ni tampoco a los de Israel –incapaz por sí solo de lograr sus objetivos estratégicos. Pero, llegados a este punto, a Trump y a Netanyahu no parece que los intereses de sus propios países les importen demasiado.