Repitiendo una histórica tradición, que determina que ningún gobierno ha completado una legislatura desde la creación del Estado de Israel en 1948, los votantes israelíes han regresado a las urnas tan solo 26 meses después de la última convocatoria. Benjamin Netanyahu, haciendo uso de una legítima potestad asociada a su cargo, consideró hace unos meses que se le presentaba una inmejorable oportunidad para superar a Ben Gurion como mandatario israelí más longevo y, sobre todo, para desembarazarse de algunos incómodos compañeros de viaje.
Para ello, como tantas veces antes, procuró aprovechar el efecto electoral de la campaña de castigo lanzada contra Gaza el pasado verano -presentándose como el único gobernante capacitado para defender a los israelíes de sus vecinos (presentados como terroristas deseosos de destruir a Israel). Del mismo modo, no dudo en tensar al máximo las relaciones con su principal avalista internacional, desairando a Barack Obama con una intervención en el Congreso estadounidense (jaleada por sus incondicionales como si de una estrella musical se tratara), en la que se atrevía a demandar el abandono de las negociaciones con un Irán que presentó como la encarnación más actual del Mal.
Por si lo anterior no fuera suficiente -al constatar que los sondeos mostraban sistemáticamente un empate técnico entre el Likud y la Unión Sionista del laborista Isaac Herzog y la lideresa de Hatnuah, Tzipi Livni-, la víspera de las elecciones lanzó un órdago nítidamente electoralista, anunciando que si resultaba elegido para encabezar un nuevo gobierno no habrá bajo su mandato un Estado palestino, no detendrá la construcción de asentamientos en Cisjordania y no permitirá la división de Jerusalén.
Y a tenor de los resultados -que han supuesto 30 escaños para Netanyahu frente a los 24 del tándem Herzog-Livni- su apuesta se ha visto coronada por el éxito. Arrinconada desde el primer momento la propuesta del presidente Reuven Rivlin para configurar un gabinete de unidad nacional, todo indica que Netanyahu repetirá por cuarta vez al frente del ejecutivo.
Lo ocurrido demuestra palmariamente que, a pesar de los graves déficits acumulados en esta decimonovena legislatura -resumidos en la carestía de los productos de consumo diario, la especulación urbanística y los altos precios de la vivienda, las enormes dificultades de las nuevas generaciones para incorporarse al mercado laboral, el visible deterioro de las infraestructuras estatales (sanidad incluida) y la guinda de los escándalos asociados al propio Netanyahu y su esposa, vistos como despilfarradores con el dinero público y prepotentes con el personal a su servicio-, los votantes han vuelto a actuar más en función de consideraciones securitarias que socioeconómicas.
A pesar de su innegable desgaste, su capacidad táctica (aún a costa de los propios intereses estratégicos de Israel) le ha vuelto a otorgar otra oportunidad para liderar el país. Ni ha logrado la paz con los palestinos, ni ha eliminado a Hamas, ni ha conseguido neutralizar la amenaza de Irán, ni ha atendido adecuadamente las necesidades socioeconómicas de su propia población. Pero aun así dispone de un considerable margen de maniobra para sacar adelante un gabinete al que puede incorporar a socios “naturales” (y, en general, debilitados), empezando por Casa Judía, liderado por Naftali Bennett, con 8 escaños, y siguiendo por Kulanu, con Moshe Kahlon al frente, que irrumpe con 10 escaños. Ambos han colaborado ya estrechamente en gabinetes liderados por Netanyahu y a ellos siempre pueden volver a sumarse partidos religiosos como Shas y Judaísmo Unido por la Torah (que podrían aportar otros 13 escaños) e incluso Avigdor Lieberman que, a pesar de la caída de Yisrael Beiteinu, aportaría otros 6, sin descartar de partida al castigado Yesh Atid, de Yair Lapid, con 11.
Otras lecturas que se extraen directamente de lo ocurrido llevan a entender que, desafortunadamente, la búsqueda de la paz con los palestinos no está actualmente entre las prioridades de un electorado que sigue empecinado en moverse hacia recalcitrantes posiciones derechistas. No solo ha sido un tema menor en la campaña electoral, sino que la victoria de Netanyahu implica que no ha tenido coste ni su cerrazón con una Franja de Gaza que sigue hoy asediada y destruida, ni su decisión de bloquear desde enero la transferencia a la Autoridad Palestina de los impuestos que recauda en su nombre (lo que ha llevado a Abu Mazen a plantearse un presupuesto de emergencia).
Por último, lo que pudo parecer en primera instancia una buena noticia -la irrupción de la Lista Conjunta (resultado de la suma de Balad, Lista Única, Movimiento por la Renovación y Hadash) como la tercera fuerza política parlamentaria, con 14 escaños, agrupando a los partidos que representan a los 1,7 millones de árabe-israelíes- pasa a ser una mera anécdota sin significación política alguna. No solo hay que recordar que de los más de 600 ministros contabilizados desde 1948 solo ha habido dos no judíos, sino que tampoco cabe esperar que Netanyahu vaya a contar en modo alguno con quienes, por otro lado, se han unido temporalmente más por temor a quedarse fuera de la Knéset (con el actual umbral del 3,25% de votos) que por afinidad ideológica.