El tiempo transcurrido desde el condenable ataque de Hamás y la Yihad Islámica Palestina el pasado 7 de octubre y desde el inmediato arranque de la operación de castigo decidida por Israel ya permite depurar la sustancia de tantos discursos vacíos, llenos de autojustificaciones insostenibles y de tantas complicidades, llenas de vacuos lamentos. En esencia, lo que se impone, desnuda, es la cruda realidad de que Benjamín Netanyahu y los suyos están aprovechando la oportunidad derivada del tremendo error cometido por Hamás para acelerar el proceso que les acerca a su objetivo último: lograr el dominio total de la Palestina histórica, que se extiende desde el río Jordán hasta el Mediterráneo. Lo que buscan, en definitiva, es culminar el proyecto de hacer no ya sólo de Israel, sino también del Territorio Ocupado Palestino (Gaza y Cisjordania, incluyendo obviamente a Jerusalén Este), un Estado judío. Es decir, sin espacio para otros que no respondan a esa seña de identidad.
Y si para ello tienen que provocar una barbarie generalizada, sin distinción entre combatientes y civiles desarmados e indefensos, no hay problema. Por un lado, cuentan con una abrumadora superioridad de fuerzas, capaz de hacer inútil cualquier intento de resistir por vía militar el empuje de las Fuerzas de Defensa de Israel por tierra, mar y aire. A eso se añade una iluminada carga ideológica de tal nivel de inhumanidad que es capaz de asumir sin contemplaciones el aplastamiento con carros de combate de civiles desesperados por conseguir un kilo de harina, el uso del hambre como arma de guerra, la profanación de cementerios, el asesinato de periodistas y personal de la UNRWA, la destrucción de universidades, escuelas y hospitales y un tan largo como sanguinario etcétera.
Por otro lado, también cuentan con que Washington siempre estará dispuesto a cubrirles las espaldas, tanto diplomática como económica y militarmente, otorgándoles el margen de maniobra que necesiten para desarrollar sus macabros planes sin ningún impedimento real, mientras Joe Biden y sus enviados disimulan teatralmente que están desarrollando un supuesto esfuerzo por presionar a quien hace ya mucho tiempo que ha perdido la vara de medida para saber cuándo está traspasando el umbral que separa a la legitima defensa de las atrocidades realizadas en nombre de una visión supremacista que no reconoce el más mínimo derecho a los palestinos. Y el resto de los actores de la comunidad internacional con intereses en la región, incluyendo tanto a los miembros de la Unión Europea (UE) como a los de la Liga Árabe, quedan retratados como meros espectadores impotentes, anclados en un modelo de relaciones que lleva apostando desde hace muchos años por un statu quo que termina por aceptar invariablemente los hechos consumados que Tel Aviv decide en cada caso y que no se atreve a pasar de las palabras a los hechos, empleando los medios que tienen a su alcance para hacer sentir a Israel que hay límites que un Estado que se declara de derecho no puede traspasar impunemente.
Baste como ejemplo la doble vara de medida empleada contra Rusia hoy o Irak en su día –cuando ambos se atrevieron a violar el derecho internacional invadiendo Estados soberanos–, frente a un Israel que no ha tenido que sufrir un solo revés de la Organización de las Naciones Unidas, como si nunca hubiera incumplido sus obligaciones como potencia ocupante o nunca hubiera violado por la fuerza la soberanía nacional de algunos de sus vecinos. El hecho de que a lo máximo que han llegado hoy tanto Washington como Bruselas para hacer notar al gobierno de Netanyahu el malestar que les provocan sus reiteradas violaciones del derecho internacional y del derecho internacional humanitario sea, exclusivamente, castigar a unos cuantos colonos violentos prohibiéndoles la entrada en Estados Unidos y en la UE, sirve por sí solo para visibilizar la absoluta falta de voluntad para defender seriamente un orden internacional basado en normas y unos valores y principios que entendemos como los pilares fundamentales de cualquier sociedad democrática.
Señalar estas obviedades se suele convertir, desgraciadamente, en una tarea condenada a la crítica –presentándolas como antisemitas o como permisivas con los métodos violentos practicados por Hamás– o, peor aún, al inmediato olvido –destinadas al cajón de las palabras ya desgastadas por su uso, en la medida en que no van seguidas de acciones que pongan fin al despropósito–. Con éstas o similares palabras se han expresado hasta hoy innumerables representantes políticos, tanto nacionales como de organizaciones internacionales, defensores de los derechos humanos, actores humanitarios y simples ciudadanos espantados por el nivel de desprecio al derecho internacional, a los derechos humanos y a las nociones más básicas de humanidad compartidas por civilizaciones muy distintas. Palabras que ni van a apartar de su rumbo a Hamás y el resto de actores violentos activos en la zona –que ya piensan en el siguiente golpe, contando con que la operación de castigo israelí les proporciona más carne de cañón para seguir adelante en su combate contra el ocupante–, ni a Netanyahu –centrado en continuar su masacre ante nuestros ojos, aunque eso no sirva a los intereses israelíes ni le permita lograr el objetivo que él mismo se ha trazado–.
Tribunas Elcano
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