Basta con reparar en que las Fuerzas Armadas israelíes han vuelto a atacar la ciudad de Gaza, por tercera vez desde que lanzaron la operación “Espadas de Hierro” hace ya siete meses, para concluir que Benjamín Netanyahu está muy lejos de lograr sus objetivos.
Militarmente, la tarea de destruir la capacidad de combate de Hamás, la Yihad Islámica Palestina y el resto de las milicias armadas que pululan en la Franja no sólo aparece lejana, sino incluso imposible de alcanzar. Como ocurre en toda guerra asimétrica, una de las escasas ventajas del débil es que le basta con no ser aniquilado totalmente para poder proseguir indefinidamente su estrategia insurgente. Como se está demostrando en este caso, la abrumadora superioridad israelí –tanto en capacidades a desplegar en combate como en base industrial y económica para sostener el conflicto– no es suficiente para eliminar ni a los combatientes que conforman los 24 “batallones” que se estima que constituyen el grueso de la fuerza de combate de Hamás, ni tampoco su escueta “base industrial” para fabricar los cohetes y misiles con los que desafían los sistemas antiaéreos israelíes.
Políticamente, la situación actual tampoco es mucho más atractiva para Netanyahu. Lo único que puede apuntar en su haber es que sigue siendo primer ministro, al frente del gabinete más fanático de la historia de Israel.
Las bajas propias se cuentan por centenares, mientras que Tel Aviv estima que ya habría eliminado a unos 14.000 combatientes palestinos (de un total que diversas fuentes sitúan entre los 30.000 y los 40.000 efectivos), tratando de pasar de largo sobre las decenas de miles de civiles muertos y heridos que de ningún modo pueden ser calificados como efectos indeseados. Por el contrario, si se tiene en cuenta el alto nivel tecnológico con el que cuentan las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI), ese intolerable número de bajas civiles sólo puede entenderse si se asume que la pretensión de Tel Aviv es hacer insoportable la vida a los palestinos en esa tierra, con el propósito de apropiarse de ella en su totalidad. Nada permite suponer que la insistencia en las tácticas que las FDI están empleando sobre el terreno les vaya a permitir eliminar al resto de las fuerzas palestinas; pero lo que sí cabe imaginar es que la matanza indiscriminada de civiles y la destrucción sistemática de todo tipo de infraestructuras (viviendas incluidas) está creando un caldo de cultivo del que, sin duda, germinarán nuevos combatientes y simpatizantes, deseosos de vengarse de cualquier modo.
Políticamente, la situación actual tampoco es mucho más atractiva para Netanyahu. Lo único que puede apuntar en su haber es que sigue siendo primer ministro, al frente del gabinete más fanático de la historia de Israel. En realidad, resulta evidente que a ese objetivo ha subordinado cualquier otro, sea la liberación de las personas que Hamás tiene en sus manos, el respeto al derecho internacional o la búsqueda de una cierta sintonía con un Joe Biden que empieza a sufrir las consecuencias de un alineamiento que lo convierte en cómplice de un potencial genocida (Corte Internacional de Justicia dixit).
Con su comportamiento belicista, Netanyahu está terminando de dilapidar no sólo el crédito internacional que le quedaba a Israel –empeñado en presentarse contra viento y marea como la única democracia en la región y con el ejército más moral del planeta–, sino también contribuyendo a alimentar un antijudaísmo que siempre debe ser condenado. Igualmente, ha arrastrado también a Biden, como si su apuesta fuera hundir electoralmente al presidente estadounidense con la esperanza de que Donald Trump regrese a la Casa Blanca para darle carta blanca en el Territorio Ocupado Palestino y para rematar los infaustos Acuerdos de Abraham, con Arabia Saudí a la espera de la normalización con Israel.
Cuando Netanyahu insiste en que, si es preciso, Israel luchará en solitario contra sus enemigos pretende apelar a la psicología numantina de unos ciudadanos secuestrados desde hace años con la idea de que están rodeados de monstruos que quieren acabar con ellos, en lugar de reconocer que el creciente aislamiento de Israel es debido a la voluntad de sus gobernantes de traspasar todas las líneas rojas que marca el derecho internacional. Y es que, por desgracia, se multiplican los indicios de que Netanyahu ha entrado en una senda en la que lo fundamental es su mantenimiento en el poder a toda costa. Y quizás a eso se resuma todo. Por encima de los intereses de Israel y para vergüenza de buena parte de su ciudadanía, de los judíos del mundo y de la comunidad internacional que consiente lo que está ocurriendo.
En cualquier caso, nada ni nadie parece dispuesto a poner fin a esta dinámica belicista sin límite. Netanyahu, con la decidida colaboración/presión de personajes tan notorios como Itamar Ben Gvir y Bezalel Smotrich, porque le sirve para evitar unas elecciones anticipadas que terminarían con su carrera política y cree estar a punto de rematar la tarea de dominar por completo la Palestina histórica. Joe Biden porque su pro-sionismo, más el vocerío que alimenta el sionismo cristiano estadounidense, le llevan a pensar que está en el lado correcto de la Historia, alineado con una sociedad que mayoritariamente valora la creación de Israel en términos muy positivos, sin reparar en las violaciones del derecho internacional y en los crímenes de guerra cometidos por el camino. Los gobiernos europeos porque no logran adoptar una posición común que vaya más allá del cínico lamento inoperante. Y los gobiernos árabes porque, en general, no se la van a jugar por unos palestinos que ya hace tiempo que han dejado abandonados a su suerte. Y todo eso, mientras aumenta nuestra aceptación de lo anormal y se reduce nuestro nivel ético, lo sabe Netanyahu.