Se cumplen 20 años de la desaparición, el 5 de noviembre de 1997, de Isaiah Berlin, el más importante historiador de las ideas políticas del siglo XX, el hombre que inculcó entre sus discípulos y sus lectores la convicción de que el análisis político no debería ser desligado del conocimiento de las ideas. Hay quien piensa que las ideologías carecen de importancia en escenarios políticos en que se ha apostado por el pragmatismo o por un modelo tecnocrático, y que las estrategias mediáticas para la conquista del poder son lo realmente importante, pues las imágenes, o las consignas a ellas ligadas, son mucho más eficaces que todos los discursos y tratados. Sin embargo, no deberíamos olvidar que esas estrategias suelen estar al servicio de una determinada ideología. Pese a todo, no nos lo acabamos de creer, y mantenemos la esperanza, partiendo de un deseo piadoso, de que una formación política, o su líder, no cumplirá su programa, o rebajará sus exigencias, cuando llegue al gobierno. No deja de ser un autoengaño, si bien el líder político puede modular, llegado el caso, sus aspiraciones. Pero el poder estaría desnudo si no estuviera revestido del manto de la ideología.
Isaiah Berlin nos ha enseñado que el análisis político no puede desligarse de la historia del pensamiento político. Al utilizar la economía, la estadística o la sociología como ciencias auxiliares de un modo casi exclusivo, nos hemos olvidado de esto porque hemos supuesto que un pensamiento abstracto, considerado con frecuencia como fosilizado, presenta serias limitaciones para interpretar la política. Y estoy seguro de que no faltará quien asegure que no estamos ante un método científico. No opinaba así un autor como Berlin, profundo conocedor de la historia, la teoría política y la literatura, algo que no dejaba de ser un caso llamativo en su tiempo, en buena medida coincidente con los años de la guerra fría, y lo seguiría siendo en el nuestro. Recordemos algunos de sus consejos que siguen siendo útiles para analistas e investigadores.
Resulta más interesante leer a los enemigos porque pone a prueba nuestras defensas al encontrar sus debilidades.
Podríamos calificar a Isaiah Berlin como un detective de las ideas, pues para opinar desde bases sólidas y para detectar posibles argumentaciones erróneas, primero hay que conocer cómo piensan todos los actores implicados, especialmente los adversarios de las propias convicciones. En este sentido, el liberal Isaiah Berlin es autor de una de las biografías más interesantes que se hayan escrito nunca sobre Karl Marx. El hecho innegable es que las doctrinas marxistas cambiaron el mundo y sus análisis interesan a los estudiosos. China, una de las grandes potencias mundiales, se identifica con el marxismo, y lo mismo sucede con otros países como Venezuela y Cuba. Pese a lo que se diga sobre pragmatismo, populismo o simple adaptación a las circunstancias, no podríamos entender a Xi Jinping, Nicolás Maduro o Raúl Castro sin el marxismo.
La historia no tiene libreto.
En realidad, esta frase pertenece al pensador liberal ruso Alexander Herzen, pero Berlin la hizo suya. No estaba de acuerdo con aquellos historiadores, marxistas y no marxistas, que tienden a creer en la influencia decisiva de factores impersonales en la historia. La frase es un alegato contra el determinismo, contra la supuesta fuerza del destino. No debemos aceptar que la historia, y con ella la política, están condenadas a ser una tragedia. Bien conocido es el caso de los gobernantes europeos, que actuaron como sonámbulos en vísperas de la guerra de 1914. El gran enemigo de la política inteligente, y del género humano en general, es el fatalismo. Cuando los valores y los intereses dejan de estar en contacto con la realidad concreta y material, se deslizan hacia la pasión ciega de la abstracción. Es el momento en que pensamos en que nosotros, y solo nosotros, estamos escribiendo el libreto de la historia. A este respecto, Berlin suscribía plenamente la tesis de Herzen de que todo intento de explicar la conducta humana en función de una abstracción, o de dedicar seres humanos a su servicio, por noble que sea tal abstracción –la justicia, el progreso o la nación–, siempre conduce, al final, al holocausto y al sacrificio humano. Algunos no han entendido que las cuestiones humanas son demasiado complejas para encorsetarse en fórmulas fijas y soluciones claras.
Cualquier persona que crea en la existencia de una verdad y una sola, en una solución exclusiva a los problemas, solución que debe forzarse a cualquier costo porque solo en ella estaría la salvación de su clase, país, iglesia, sociedad o partido, contribuirá finalmente a crear una situación en la que correrá sangre, la sangre de quienes se le oponen.
Poco ha cambiado el mundo desde que Isaiah Berlin escribiera esto en los últimos años de su vida. En realidad, tampoco ha cambiado desde muchos siglos atrás. El ser humano de nuestros días no es esencialmente distinto de otro que viviera en la Grecia del siglo V a. de C. Las guerras del Peloponeso, contadas por Tucídides, pueden seguir mereciendo la atención de los analistas políticos, sobre todo de los norteamericanos, preocupados porque su país no caiga en la trampa de Tucídides, todo un listado de errores que llevaron al enfrentamiento entre Atenas y Esparta, trasplantado ahora a las rivalidades entre Estados Unidos y China. Atenas rompió el frágil equilibrio que mantenía con su rival, Esparta, y la guerra puso fin a su hegemonía en el mundo griego. El afán hegemónico de un Estado, aunque se presente con cierta benevolencia hacia sus vecinos, será contestado tarde o temprano. En política interior, las cosas no son muy diferentes. Berlin, desconfiaba de quienes ofrecían metas distantes a los ciudadanos. Antes bien, según el olvidado Herzen, las metas debían de ser más cercanas, “por lo menos, en el salario del trabajador o en encontrar una satisfacción en el trabajo desempeñado”. Pero las realidades cotidianas no suelen impresionar a quienes están cegados por las ideologías. Son los mismos, como afirma Berlin, que suelen argumentar que quienes no creen en su verdad son torpes o viles, y deben de ser combatidos por la fuerza.
El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo solo sabe una cosa.
Es una de las citas más conocidas de Isaiah Berlin, cuyo origen es Arquíloco, un poeta griego del siglo VII a. de C. A partir de ahí, Berlin hizo una clasificación de grandes intelectuales de todos los tiempos en erizos y zorros. Los erizos son aquellos que responden a una única visión central de las cosas y un único principio organizador. Por el contrario, los zorros se caracterizan por perseguir muchos fines a la vez, y sus ideas son centrífugas y sus pensamientos son esparcidos o difusos. En la lista de erizos figuran Platón, Dante, Pascal, Hegel, Dostoievski, Nietzsche, Ibsen y Proust. Entre los zorros nuestro autor sitúa a Herodoto, Aristóteles, Montaigne, Erasmo, Molière, Goethe, Pushkin, Balzac y Joyce.
En teoría, Isaiah Berlin debería de identificarse con el grupo de los zorros y descartar al de los erizos, pero su clasificación no es maniquea ni cerrada. No tenía ninguna razón para no leer al grupo de los erizos. Es cierto que compartía más una visión pluralista de la vida que otra de carácter monista, pero siempre fue un hombre de búsqueda, de profundizar y tratar de comprender a aquellos que no compartían sus ideas. En efecto, estudió con minuciosidad a Tolstoi y su filosofía de la historia, a un escritor que no dejó de ser un zorro aunque creyera ser un erizo.
A un analista serio y riguroso le tiene que interesar siempre lo que piensa el erizo, aunque la complejidad de la vida, y de sus propios estudios, hagan que le resulte más atractiva la figura del zorro.