La disputa por el liderazgo en Oriente Medio ha sido históricamente cosa de tres: Arabia Saudí, Irak e Irán. Hoy ninguno de los dos primeros está en condiciones de reclamar ese título, mientras que Irán se acerca cada vez más al momento en el que pueda reverdecer los laureles que ya cosechó cuando era conocido como Persia. Son muchos y variados los factores que cuentan a su favor; pero tampoco son menores los obstáculos de debe aún superar para ello.
Entre los primeros es obligado comenzar por sus propios poderes, resumidos en su condición de segundo país del mundo en reservas de gas y tercero en petróleo (unas posiciones que seguramente se modificarán al alza en el momento en el que pueda explorar sus potencialidades subterráneas con tecnologías que hoy no están a su alcance por las sanciones internacionales). Con sus casi ochenta millones de habitantes, su demostrada capacidad industrial (tanto civil como militar) y sus ejércitos– no tanto el Artesh, habitual en cualquier país, sino más bien el poderoso Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica de Irán (los pasdaran)- acumula activos que lo sitúan por encima de cualquier otro aspirante regional. Y todo ello a partir de un PIB que supera a la suma del de los otros aspirantes citados y de una envidiable posición geopolítica, como puntal principal del Golfo y del estratégico paso de Ormuz.
En su afán por lograr un estatuto que el régimen actual persigue desde su arranque- junto con el imperativo principio de evitar su propia defenestración- Teherán ha ido desarrollando una estrategia que sirve a dos propósitos: ganar influencia en su vecindad, como la vía más directa para ser reconocido como potencia incuestionable, y dotarse de bazas de retorsión efectivas para frenar las apetencias de quienes pretendan su destrucción. En esa doble línea hay que interpretar su sostenida apuesta por Irak, competidor tradicional hoy reducido a la condición de subalterno, en el que Teherán ha logrado imponer un gobierno chií (que se corresponde con el mayoritario peso demográfico de esa comunidad). Desbaratando en buena medida los planes de la administración de George W. Bush, el régimen de los ayatolás no solamente ha neutralizado a un posible competidor, sino que lo ha puesto al servicio de su visión de un dominio chií en la región.
En ese mismo sentido, como un eslabón más de lo que Abdalá II ha denominado “media luna chií”, hay que entender el interés iraní por evitar la caída del régimen alauí (es decir, chií) de Bashar el Asad, en Siria. Damasco es una pieza importante en sí misma, pero también como vital vía de comunicación con Líbano, donde el Partido de Dios (Hezbolá) permite a Teherán soñar con extender sus brazos hasta el Mediterráneo. Al mismo tiempo, tanto Siria como Hezbolá son relevantes bazas de retorsión (contra Israel) y de negociación (con Estados Unidos, en el marco del proceso de acercamiento que se está desarrollando actualmente).
Los largos tentáculos iraníes llegan también a otros países de la región como la misma Arabia Saudí, aprovechando que en torno al 20% de su población se adscribe a la rama chií del islam. El hecho de que esa importante comunidad se encuentre objetivamente marginada por el régimen saudí (suní) le otorga a Irán una importante palanca para movilizarlos en contra de Riad. De ese modo, no solo juega a acrecentar los problemas que el rigorista clan de los Saud debe gestionar internamente, sino que le obliga a reconsiderar en detalle cualquier medida que Teherán pueda percibir como una amenaza a sus intereses. Eso mismo puede aplicarse a Bahréin, una monarquía suní crecientemente cuestionada por una mayoría de población chií, sobre la que Irán ejerce un notable ascendiente. Y todavía cabría considerar que el grupo palestino Hamas sería una baza de retorsión adicional, dado que, a pesar de su perfil suní, sirve igualmente a Teherán para quitar el sueño a Tel Aviv.
En cuanto a los obstáculos que aún le quedan por superar, no hay ninguno más importante que el derivado de su controvertido programa nuclear. Su empeño le ha supuesto la aplicación de unas sanciones que afectan seriamente al bienestar de los iraníes y, en consecuencia, a la estabilidad del régimen. Irán es hoy, en términos generales, un paria internacional y eso no solo le impide rentabilizar adecuadamente sus potencialidades, sino que pone en peligro la vigencia del peculiar sistema de velayat-e faqih que impuso Ruhollah Jomeini a partir de 1979. Es precisamente el daño causado por dichas sanciones lo que mejor explica la actual estrategia de negociación liderada por el propio presidente, Hasan Rohaní, con el respaldo explícito (pero no definitivo) del líder supremo, Ali Jamenei.
Conscientes del daño que ese empeño puede suponer (no tanto para los iraníes como para el régimen), es bien visible la voluntad negociadora que Teherán lleva mostrando desde el pasado noviembre. Ahora, con la prorroga acordada hasta el próximo 24 de noviembre, es previsible que Irán corrija su actitud hasta el punto necesario para liberarse del estigma que lleva arrastrando desde hace décadas. Sabe, asimismo, que son muchos quienes desean su ruina (con Israel y Arabia Saudí en primer lugar); pero también sabe que Washington y el resto de las capitales con las que negocia no desean la confrontación y le están ofreciendo una (última) oportunidad para volver a respirar libremente y recrear su protagonismo regional. Veremos.