El accidente que ha costado la vida al presidente iraní, Ebrahim Raisí, y a su ministro de exteriores, Hossein Amir Abdollahian, ha disparado las especulaciones sobre el posible cambio de rumbo que puede adoptar el régimen, tanto en política interior como exterior. En esa línea, y a tenor de lo ocurrido desde que, en 1979, el ayatolá Ruhollah Jomeini encabezó la revolución islámica que impuso el velayat-e-faqih, el gobierno de los jurisconsultos, la opción más probable es que nada sustancial cambie a corto plazo.
Lo previsible, en consecuencia, es que en las elecciones presidenciales ya anunciadas para el próximo 28 de junio el Consejo de Guardianes filtre a los potenciales contendientes, de tal manera que sólo lleguen a las listas sometidas a la voluntad popular los que demuestren un mejor pedigrí revolucionario, alineados y subordinados férreamente con Jamenei.
A esa conclusión se llega directamente en cuanto se toma conciencia de que el presidente no es, de ningún modo, la máxima autoridad del país. Sin ser en todo caso una figura meramente decorativa –a fin de cuentas, el régimen se sustenta en una doble legitimidad, religiosa y formalmente democrática–, cabe definir a Raisí, al igual que a sus antecesores, como el primer funcionario del país, el ejecutor de las directrices que emanan de la verdadera fuente de poder: el líder supremo de dicha revolución, es decir, Ali Jamenei. Él es quien determina hacia adentro el grado de apertura (o de represión) tanto en el ámbito social como en el político y económico, partiendo de una rigorista versión del islam chií duodecimano. E igualmente, establece las directrices principales de la política exterior, de seguridad y defensa, echando mano del Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica de Irán, los pasdaran, una fuerza armada más operativa que las propias Fuerzas Armadas iraníes y un actor económico de gran relevancia.
A eso se añade el papel del Consejo de Guardianes en el control del proceso electoral. Un control que consigue diluir cualquier pretensión reformista más o menos democrática por la simple vía de impedir que cualquier elemento que pueda resultar molesto para la pervivencia del régimen y su ortodoxia llegue a las litas de candidatos habilitados para “competir” en las urnas. La mitad de sus 12 miembros son elegidos directamente por el propio Jamenei y el resto a propuesta del jefe del poder judicial, nombrado a su vez por el líder supremo. De esa manera, ya con la victoria presidencial de Raisí en 2021 y la más reciente del sector “principalista” –el más ortodoxo defensor de las esencias del régimen– en las elecciones legislativas del pasado mes de marzo, todas las palancas de poder están firmemente sostenidas por quienes apuestan por mantener el rumbo a toda costa.
Lo previsible, en consecuencia, es que en las elecciones presidenciales ya anunciadas para el próximo 28 de junio el Consejo de Guardianes filtre a los potenciales contendientes, de tal manera que sólo lleguen a las listas sometidas a la voluntad popular los que demuestren un mejor pedigrí revolucionario, alineados y subordinados férreamente con Jamenei. Entre ellos, conviene no descartar a Mohamed Mokhber, muy cercano al líder supremo y primer vicepresidente hasta la muerte de Raisí.
Más enjundia tendrá en su momento la sucesión del propio Jamenei y es ahí donde cabe plantear posibles cambios de rumbo. Sólidamente instalado en la cúspide de la teocracia chií desde 1989, su edad (85 años) y su delicado estado de salud hacen previsible un relevo no muy lejano. Por una parte, se especulaba con la posibilidad de que Raisí fuera el designado en su momento para tal puesto, siguiendo los pasos del propio Jamenei, que fue presidente en el periodo 1981-1989, hasta que fue nombrado líder supremo a la muerte de Jomeini. Si así fuera, su desaparición obliga al régimen a recalcular sus planes, contando con la Asamblea de Expertos como la principal instancia encargada de designar al sucesor. Una Asamblea conformada por 88 miembros, todos ellos igualmente fieles defensores del velayat-e faqih y, por tanto, escrupulosos guardianes de la línea continuista de lo que Jomeini instauró tras el derribo del sah Reza Palevi.
Como una muestra más del giro esencialista del régimen tras las experiencias acumuladas con presidentes reformistas como Mohamed Jatamí, basta con señalar que en las últimas elecciones a dicha Asamblea el régimen se ha cuidado de dejar fuera a figuras tan sobresalientes como el anterior presidente, Hasan Rohani, igualmente reformista y antecesor de Raisí. En consecuencia, no cabe imaginar que la Asamblea, a cuya cabeza se acaba de colocar el ayatolá Mohamed-Ali Movahedi Kermani, de 93 años, esté dispuesta a arriesgarse a dar paso a quien pueda poner en cuestión el camino recorrido hasta aquí. Y, por si fuera necesario evitar cualquier desvío de la línea oficial, ahí están los pasdaran, cada vez más influyentes en la escena nacional y aguerridos guardianes del statu quo vigente.
En esas condiciones, la única incógnita a despejar es el porcentaje de votantes que se acercarán a las urnas el próximo 28 de junio. Durante años, el régimen iraní ha insistido en que su modelo contaba con el respaldo popular, poniendo de relieve el alto nivel de participación registrado en cada convocatoria electoral. Un argumento que ya hizo aguas significativamente con la elección de Raisí, cuando se contabilizó un escueto 41% de participación. Y todo apunta a que ahora, en mitad de una grave crisis económica –como resultado tanto del castigo internacional como de la corrupción e ineficiencia de las autoridades– vaya a ser más fácil entusiasmar a unos votantes cada vez más críticos con un gobierno que sólo a través de la represión, salpicada de algunas dosis de paternalismo y clientelismo, consigue resistir.