Si durante el último año de la administración Obama pudo parecer que Irán dejaba de ser un paria internacional –lo que ha podido aprovechar Hasan Rohani para obtener un segundo mandato presidencial– , la llegada de Trump a la Casa Blanca ha cerrado abruptamente ese provisional paréntesis. La intención apenas velada es echar abajo al régimen que lidera Alí Jamenei. Y para ello cuenta no solo son sus ingentes medios, sino también con el apoyo decidido de capitales como Riad, Tel Aviv y otras, interesadas por diversas razones en anular la emergencia de un actor que reclama abiertamente su reconocimiento como líder regional.
Como parte de ese empeño, Washington insiste en aprobar nuevas sanciones unilaterales a la espera de encontrar el apoyo (hoy muy improbable) de los otros cinco países que firmaron en junio de 2015 el acuerdo nuclear con Teherán para anularlo por completo. De ese modo, argumentando que su implicación en la guerra siria y, sobre todo, la continuación de su programa misilístico son pruebas suficientes de sus intenciones desestabilizadoras, va aumentando progresivamente la presión, buscando, entre otras cosas, una sobrerreacción iraní que le refuerce en su argumento de partida. En esa misma línea cabe interpretar la captura por parte de la armada saudí de tres miembros de la Guardia Revolucionaria iraní el pasado día 19 de junio, cuando navegaban en las cercanías del campo petrolífero de Marjan.
Conscientes de que la opción militar directa es hoy por hoy impensable, el proceso de acoso y derribo necesita la colaboración de los Estados vecinos a Irán. Por eso Estados Unidos ha dado luz verde a Arabia Saudí, llamando a rebato a los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo y a todos aquellos que dependen de su “generosidad” como donante, para consolidar un frente suní unido contra el régimen chií de los ayatolás. Es así como debe entenderse el rifirrafe actual con Qatar, identificado como “sospechoso habitual” por mantener relaciones con Irán y con los mismos Hermanos Musulmanes con los que en otro tiempo Riad estaba bien avenido. El órdago saudí, llamando al orden al régimen catarí y obligando a los demás vecinos a tomar posiciones, puede acabar teniendo efectos desastrosos para los promotores de ese hipotético frente suní. Si finalmente Qatar resiste la presión –y ahí están ya Turquía e Irán tratando de acudir en su auxilio– la supuesta “OTAN islámica” se vendría directamente abajo, por mucho armamento que Washington esté dispuesto a poner en las manos de los saudíes y sus forzados aliados. Todo ello sin olvidar que EEUU no solo tiene importantes instalaciones militares en Qatar, sino que acaba de anunciar la firma de un sustancioso contrato para vender 36 aviones de combate F-15, por un importe estimado en algo más de 10.000 millones de euros, a quien ahora se quiere presentar como el “malo de la película”.
Un buen ejemplo del “todo vale” para crear problemas al adversario –a semejanza de lo que, por otra parte, hace Irán apoyando a grupos chiíes en Yemen, Líbano, Bahréin o la propia Arabia Saudí– es el renovado interés que el régimen saudí está mostrando por atraerse a la minoría baluchi ubicada en Irán. Aunque la imagen dominante define a Irán como el país de los persas y los chiíes; en realidad los primeros no son más allá del 55% del total de los más de 82 millones de iraníes, mientras que los que siguen la corriente minoritaria del islam llegan al 90%. Junto a ellos conviven, no siempre en armonía, árabes, azeríes, turcomanos, kurdos, baluchis y otros, la mayoría de ellos adscritos a la rama suní del islam o a otras confesiones.
En concreto, entre la comunidad baluchi (presente también en el vecino Pakistán) hay un creciente sentimiento de marginación, lo que ha favorecido el auge de movimientos rebeldes independentistas y violentos, como el suní Jundullah. También conocido como Movimiento Popular de Resistencia de Irán, este grupo cuenta con fuertes apoyos en las provincias de Sistán y Baluchistán, puntos de paso relevantes en el narcotráfico procedente de Afganistán y santuarios bien conocidos de los talibán afganos. Cada día que pasa es más perceptible el interés de Riad por aprovechar esta inquietante fractura para erosionar la labor del gobierno iraní, de modo similar a lo que Washington viene haciendo desde hace tiempo con los kurdos iraníes y otras minorías del norte del país.
Este ejemplo sirve, nuevamente, para demostrar que ninguno de los dos vecinos del Golfo ha llegado todavía al punto de apostar por un enfrentamiento armado directo, en el que Irán no es necesariamente la parte del débil de la ecuación. Pero enseña también que ambos tienen la voluntad política de seguir instrumentalizando a actores interpuestos –sean gobiernos o grupos no estatales– para inclinar la balanza del poder regional a su favor. Ante este panorama, Estados Unidos, como en tantas ocasiones durante estas últimas décadas, es el que está en situación de recomponer el equilibrio de poderes (como Obama pretendía) o de romperlo a favor de Riad (como apunta Trump con sus recientes pasos). Aunque eso último no signifique precisamente más estabilidad en Oriente Medio.