A la espera de que Donald Trump cumpla el próximo día 12 con su amenaza de volver a convertir a Irán en “el malo de la película”, arrojando a la papelera el acuerdo nuclear de 2015, se intensifican visiblemente los preparativos para conformar una coalición militar árabe en su contra, liderada por Riad y respaldada por Washington.
La idea de una “OTAN islámica” lleva tiempo circulando en la región y ya en 1984 los países del entonces recién creado Consejo de Cooperación del Golfo (Arabia Saudí, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Omar y Qatar) decidieron crear la Peninsula Shield Force, aunando esfuerzos frente a una amenaza que ya en aquellos días percibían como la más relevante: la expansión del modelo revolucionario iraní que Ruhollah Jomeini instauró en Teherán a partir de 1979. Desde entonces se viene desarrollando una clara competencia por el liderazgo regional en Oriente Medio, con Arabia Saudí como el eterno aspirante con pies de barro, y con Irán como el rebelde que no solo se ha salido de la órbita estadounidense (bien evidente durante la larga etapa del sah Reza Palevi), sino que señala a Washington como “el gran Satán” que hay que eliminar.
Irán ha sabido manejar sus cartas, resistiendo primero los ochos años de guerra con un Irak alimentado por Occidente (1980-1988) y luego las sucesivas sanciones económicas y políticas que, en todo caso, le han supuesto un castigo considerable. Aun así, no solo ha sido capaz de sobreponerse al correctivo, sino que ha logrado dotarse de una capacidad militar que incluye un muy notable arsenal misilístico y unos pasdaran que han mostrado sobradamente su alto nivel de operatividad, además de un controvertido programa nuclear que actualmente está congelado (pero no eliminado). En paralelo, consciente de estar en el punto de mira de adversarios tan poderosos como Estados Unidos, sin olvidar a Israel y a Arabia Saudí, se ha afanado en crear importantes bazas de retorsión con las que disuadir a quienes desean su ruina. Entre ellas, de manera resumida, cabe citar a Hezbolá (en Líbano y pensando en Israel), al régimen de Bashar el Asad (en Siria), a diversos actores políticos en Irak (instrumentalizando a su favor el hecho de que más del 60% de los iraquíes son chiíes), a la minoría huzí (en Yemen), a Hamas (en la Franja de Gaza, aunque su perfil religiosos sea suní) e incluso a poblaciones chiíes marginadas en la propia Arabia Saudí o en Bahrein.
Nada de eso, sin embargo, le garantiza salir airoso de un envite en el que, además de Riad y el resto de las capitales del Golfo, también Washington y Tel Aviv apuran sus opciones para neutralizar su rebeldía. Es en ese contexto en el que hay que entender el primer viaje al exterior del presidente Trump (mayo de 2017), tratando no solo de calmar la inquietud de una monarquía saudí que comienza a dudar del respaldo de su principal garante de seguridad, sino también de traspasarle la tarea de recuperar y mantener la estabilidad regional. Desde esos días Washington ha dejado claro a Riad que no habrá grandes despliegues militares estadounidenses sobre el terreno pero que, a cambio, podrá contar con las armas, la inteligencia, el apoyo logístico y la asesoría que sean necesarias para doblegar tanto al terrorismo yihadista activo en la zona como a un régimen iraní que perciben al unísono como el rival por excelencia.
En consecuencia, bajo el significativo impulso de Mohamed bin Salman en su condición de príncipe heredero, Riad está dando los pasos necesarios para consolidar su posición de liderazgo en el frente anti-iraní, acercándose sin apenas disimulos a Tel Aviv en la misma medida en la que va dejando orillada la causa palestina en su agenda regional. Un buen ejemplo de ello es la celebración de las maniobras militares Joint Gulf Shield 1, desarrolladas en la provincia oriental del país del 21 de marzo al 16 de abril, con la participación de más de una veintena de países, entre los que se encontraba incluso un pequeño contingente catarí. Para una tarea de esta envergadura Riad ha entendido que todos son necesarios y de ahí que, a pesar de que Doha no envió una delegación de alto nivel a la reciente Cumbre de la Liga Árabe celebrada en Dhahran el pasado 22 de abril, Riad haya olvidado momentáneamente el boicot que mantiene desde junio pasado con Qatar para aparentar una solidez del bloque anti-iraní que está lejos de ser una realidad incuestionable.
Mientras tanto, cebando la maquina en preparación de lo que viene, Washington acaba de aprobar la venta de más material militar a Qatar —por un valor de 300 millones de dólares—, tras haber hecho lo propio a Riad —por valor de 3.500—. Y, como si se tratara de un ensayo de lo que ya se vislumbra en el horizonte mirando hacia Teherán, Arabia Saudí se muestra dispuesta a enviar unidades militares a Siria, atendiendo a las indicaciones de Estados Unidos, y reclamando que otros países árabes también se apunten (cabe suponer que bajo su mando).