Un año después de que Donald Trump decidiera salirse del acuerdo nuclear firmado a siete bandas (Alemania, China, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Rusia y Unión Europea) con Irán, la situación está en un nivel de ebullición que se acerca muy rápidamente a un punto de no retorno.
Mientras que Teherán ha procurado cumplir fielmente con lo estipulado en 2015 —tal como reconoce sistemáticamente en sus informes la Agencia Internacional de la Energía Atómica— es Washington quien decidió romper el acuerdo, en su apenas disimulado intento de provocar el colapso de un régimen que lleva décadas sin acomodarse a sus dictados para Oriente Medio. Poco importaba en ese caso que los argumentos empleados —la injerencia de Irán en los asuntos internos de algunos países de la región (sobre todo en Irak y Siria) y el desarrollo de su programa misilístico— no tuvieran nada que ver con el citado acuerdo nuclear y que, por tanto, no pudiesen calificarse (como EE UU ha hecho) de incumplimientos.
A falta de otros argumentos de más peso, Trump y su equipo —con el añadido tanto israelí como saudí— han decidido que conviene acelerar el acoso y derribo de un régimen que no solo cuestiona el statu quo de Oriente Medio, sino que incrementa sus opciones para volver a ser el líder regional, en abierta competencia con Riad y para mayor inquietud de Tel Aviv. En esa línea, y sin descartar para más adelante una opción militar de muy incierto resultado, Washington ha vuelto a la senda de las sanciones económicas. Así, arrogándose indebidamente el papel de juez supremo, no solo ha cerrado sus relaciones económicas con Irán, sino que pretende (y en gran medida lo está logrando) que el resto de inversores y clientes internacionales hagan lo propio.
Si ya en noviembre del pasado año impuso nuevas sanciones a Teherán y amenazó con represalias a todos los países que siguieran comprando hidrocarburos iraníes (con la excepción de ocho, a los que concedió seis meses adicionales), el pasado día 2 Trump decidió no renovar los “permisos” (waivers) que concedía a esos ocho clientes, exigiendo que dejen de comprar definitivamente petróleo o gas iraní (aunque de momento China y Turquía han rechazado la imposición). A eso ha añadido el día 8 de mayo nuevas sanciones contra la industria siderúrgica y metalúrgica iraní, la segunda más potente del país, tras los hidrocarburos.
A esta vuelta de tuerca económica ha agregado, desde el pasado 16 de abril, la poco meditada declaración del Cuerpo de los Guardianes de la Revolución Islámica de Irán como organización terrorista y, desde el 6 de mayo, la entrada en el Golfo del grupo de combate liderado por el portaviones USS Abraham Lincoln, junto a un buque de asalto anfibio y un grupo especial de bombarderos. Por último, al menos de momento, pretende que Irán no pueda vender agua pesada (el acuerdo de 2015 le permite conservar un stock de 130Tm y producir para la venta a terceros por encima de esa cantidad) ni uranio enriquecido al 3,67% (el acuerdo le permite mantener un stock de 300Kg y vender a terceros lo que produzca por encima de esa cantidad).
Irán, en una dinámica de acción-reacción que augura un incremento de la inseguridad regional, ha optado por declarar también organización terrorista a las fuerzas armadas del Mando Central estadounidense (CENTCOM) desplegadas en Oriente Medio y por enviar una carta al resto de firmantes del acuerdo, fijando un plazo de 60 días para que cumplan fielmente con lo estipulado, tanto en el terreno petrolífero como en el bancario, sin dejarse arrastrar por las decisiones de Washington. La misiva añade que, en caso de que no haya una respuesta positiva a su requerimiento, Teherán se reserva el derecho de incrementar su esfuerzo en el desarrollo de su programa nuclear. En paralelo, ha decidido saltarse los limites señalados por el acuerdo en cuanto al stock de agua pesada y de uranio enriquecido.
Sin disculpar la actitud agresiva que Teherán ha adoptado en muchos de los asuntos regionales —tratando de dotarse de bazas de retorsión que pueda utilizar en su caso contra sus adversarios— y si negar el efecto inquietante que pueda tener su programa misilístico, es elemental entender que esos asuntos no forman parte del acuerdo. Asimismo, es básico entender que el citado acuerdo se firmó con la idea de frenar (no de eliminar) el programa nuclear iraní, abriendo una vía de relación que permita disuadir al régimen de los ayatolás de proseguir el camino emprendido hasta la consecución del arma nuclear.
La ruptura impuesta por Washington no puede traer nada bueno. Por mucho que ninguno quiera un enfrentamiento militar directo, nada garantiza que Washington sepa controlar su presión ni que Teherán se mantenga indefinidamente con la cabeza agachada, esperando a que Trump sea un mal recuerdo del pasado.