El asesinato de Mohsen Fakhrizadeh, reconocido como padre del programa nuclear iraní que la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA) declaró paralizado en 2003, no resuelve ningún problema y, por el contrario, crea o acelera otros muy inquietantes.
No sirve, en primer lugar, para frenar el polémico programa nuclear iraní. Quienes han autorizado y ejecutado el asesinato del pasado día 27 en las cercanías de Teherán constituyen un eslabón más en una cadena que se entiende como aplicación de la llamada Doctrina Begin, explicitada abiertamente en 1981 por el entonces primer ministro israelí, tras haber llevado a cabo la destrucción del reactor nuclear que el régimen de Sadam Husein (entonces aliado occidental) estaba construyendo en Osirak (Operación Ópera). A ese mismo cálculo –evitar a toda costa que alguien pueda contar con un arsenal nuclear en la región, a excepción obviamente del propio Israel– responde la destrucción reconocida por Tel Aviv en 2018 de las instalaciones nucleares que el régimen sirio de Bashar al-Assad estaba creando en Al Kibar (Operación Huerto). Por lo que respecta a Irán –convertido en el “malo de la película” desde 1979–, ahí están los ataques informáticos, mano a mano con EEUU, con los virus Stuxnet y Flame (2010-2012) en las instalaciones de la planta de enriquecimiento de Natanz, el asesinato de varios científicos nucleares (2010-2012), la eliminación de Hassan Tehrani Moghaddam (noviembre de 2011), cabeza visible del programa misilístico, y, más recientemente, del general Qasem Soleimani (enero de 2020), líder indiscutible de la fuerza de élite de los pasdarán (Fuerza Al-Qods o Sepah-e Qods) y encargado de las operaciones en diferentes países vecinos.
Si en realidad el objetivo buscado fuera frenar un programa que ha levantado tantas sospechas y ha provocado la imposición de sanciones cada vez más duras contra la población iraní y algunos de sus gobernantes, bastaba con mantenerse comprometido con el acuerdo alcanzado en junio de 2015, del que Donald Trump decidió salirse en mayo de 2018. Un acuerdo que, según la propia AIEA, Irán estaba cumpliendo hasta ese momento de manera escrupulosa. De ahí se deriva que la muerte de Fakhrizadeh, que ya en 2018 había sido puesto públicamente en la diana por el propio Benjamin Netanyahu, no solo no va a suponer el abandono del empeño nuclear iraní, sino que, como acaba de acordar el Majlis, va a bloquear la posibilidad de que los inspectores de la AIEA puedan seguir desarrollando su labor con las reglas más intrusivas que recoge el Protocolo Adicional de 1997. Es decir, habrá menos ojos para poder conocer lo que Irán hace en este campo, más argumentos para que los halcones del régimen (los principalistas) terminen por recobrar la presidencia en las elecciones del próximo año y más tentación de alcanzar de una vez por todas el umbral nuclear.
En clave interna, hace tiempo ya que el programa nuclear iraní es suficientemente sofisticado como para que no dependa de una sola persona, por importante que pueda haber sido en algún momento. Pero mientras siguen adelante en su empeño, queda de manifiesto que agentes extranjeros y actores locales abiertamente críticos con su dictado –como el grupo de los Muyahidines del Pueblo de Irán (MEK, por sus siglas en persa)– son capaces en pleno territorio iraní de llevar a cabo actos como el que ahora ha terminado con la vida de Fakhrizadeh y en agosto pasado con la de Abu Mohammed al-Masri, mano derecha del líder de al-Qaeda. Eso supone una vulnerabilidad extrema que cuestiona la imagen aparentemente eficiente del todopoderoso Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica de Irán y que, a buen seguro, quita el sueño a sus máximos responsables.
Igualmente, es obvio que ese asesinato tampoco sirve a la causa de la paz en el convulso Oriente Medio. Los enemigos de Irán saben que no hay solución militar al problema que supone su intención de liderar la región y exportar su modelo. Saben, asimismo, que Joe Biden se ha mostrado partidario de volver al mencionado acuerdo de 2015 y que, por tanto, el tiempo apremia antes de que Irán pueda liberarse de las sanciones y volver al escenario internacional como uno más. En consecuencia, lo que desesperadamente buscan esos enemigos –en una amalgama en la que Donald Trump, Mohamed bin Salman y Benjamin Netanyahu destacan sobremanera– es provocar una sobrerreacción iraní que les sirva de argumento para incrementar el castigo y abortar el posible acercamiento que Biden pueda tener en mente. Apuestan, sin disimulo, al “cuanto peor, mejor”.
Sobradamente conscientes de ello, el tándem Alí Jamenei / Hassan Rohaní está optando por hacer gala de una contrastada “paciencia estratégica”, con represalias de bajo perfil a los ataques recibidos y con el punto de represión interna suficiente para mantener el control de la situación, a la espera del relevo en la Casa Blanca. Calculan, quizás con demasiada ingenuidad, que todo va a cambiar después del 20 de enero, olvidando que en la hipotética oferta de Biden también vendrá incluida la exigencia de poner más límites al programa misilístico y a la injerencia iraní en los asuntos de varios vecinos. Asuntos estos a los que Teherán no podrá renunciar sin perder buena parte de las bazas de retorsión que hasta ahora le han permitido sobrevivir en mitad de un acoso y derribo tan insistente.