Atendiendo a los titulares de los medios de comunicación parecería que la recuperación de Mosul es hoy el único tema de la agenda iraquí y que, en consecuencia, en cuanto Daesh sea expulsado de allí Irak volverá a ser un país funcional. Sin embargo, para Haidar al-Abadi y su gobierno la situación dista mucho de esa infundada suposición.
En primer lugar cabe advertir que la campaña iniciada en octubre pasado para retomar Mosul aún tiene por delante serios obstáculos en su mitad occidental, aunque sea obvio que el tiempo corre irreversiblemente a favor de las fuerzas atacantes. Con las operaciones desencadenadas el pasado día 19 de febrero desde el sur y suroeste –a la espera de que se puedan reconstruir los cinco puentes sobre el Tigris, destruidos en la ofensiva para tomar la parte oriental de la ciudad– se ha logrado recuperar el control del aeropuerto internacional y avanzar sólidamente en las barriadas de Al-Dindan, Al-Sumood, Tal al-Raman y Al-Dawasa, donde se ubican las oficinas del gobierno local y provincial. Eso implica que, tras el momentáneo parón provocado por una adversa climatología que impedía el apoyo aéreo a las acciones terrestres, las tropas bajo el mando de Bagdad (pero con notable apoyo estadounidense) están ya a punto de pisar el centro de la ciudad. Entretanto las milicias chiíes de las Fuerzas de Movilización Popular ya controlan la carretera principal que une la ciudad con Tal Afar, cortando de raíz tanto el suministro a los alrededor de 2.000 combatientes de Daesh desplegados en Mosul como su hipotética retirada hacia Siria.
En todo caso, y asumiendo que aún queda mucha tarea por hacer para consolidar las posiciones alcanzadas, ya resulta imperioso atender las necesidades tanto de la población atrapada en la ciudad (en torno a unas 700.000 personas), como de quienes han logrado escapar de ella (unas 160.000 a las que se han sumado otras 45.000 en estos últimos diez días). Más allá de esa tarea asistencial y humanitaria, resulta también prioritario poner en marcha la reconstrucción de infraestructuras y servicios básicos tanto en la propia ciudad como en las numerosas localidades que han sido liberadas de la presencia yihadistas en estos pasados meses. Y para todo ello ni Bagdad cuenta con medios suficientes, ni está claro quién va a financiar el esfuerzo a realizar, ni la experiencia acumulada desde la invasión estadounidense de 2003, con tantas promesas y anuncios incumplidos, permite albergar muchas esperanzas.
Por otro lado, el bienestar de la mayoría de los 33millones de iraquíes sigue estando por debajo de los niveles que ya se registraban durante la dictadura de Sadam Husein. En aquellos años Irak era visto con envidia por sus vecinos, dado el considerable desarrollo de sus infraestructuras y sistemas sanitarios y educativos (siempre en términos comparativos dentro de la región), aprovechando su enorme riqueza petrolífera. Hoy, en un contexto en el que lo más parecido a aquella época es la dificultad para ejercer los derechos ciudadanos, lo más notorio es el profundo malestar del conjunto de la población, derivado de la imposibilidad manifiesta del aparato estatal para satisfacer las necesidades básicas de la ciudadanía (sirvan los recurrentes cortes de electricidad y agua como ejemplo).
En términos políticos la situación tampoco es mucho mejor. Es bien cierto que en la etapa de Husein el aparato represor del Estado se encargaba de callar cualquier voz discordante por la fuerza, de defender los privilegios de parte de la minoría árabe suní (con el clan de Tikrit como núcleo duro del régimen baazista) y de eliminar a los disidentes (especialmente a los kurdos y a los árabes chiíes). Actualmente, y de manera más visible aún desde la invasión estadounidense, el panorama nacional muestra una polarización y sectarismo muy acusados, con una alta influencia iraní en la gestión de los asuntos públicos y con una significativa injerencia externa en la agenda nacional (sea desde Washington, Ankara o Arabia Saudí).
Tampoco han amainado las tensiones internas. En el terreno árabe chií son cada día más visibles las dificultades de al-Abadi para controlar su propio campo partidista, como lo demuestra el pulso que Muqtada al-Sader le plantea desde hace meses y los movimientos de Ammar al-Hakim para conformar una plataforma alternativa para las próximas elecciones. Y lo mismo ocurre en relación con los kurdos, inmersos en un proceso de fragmentación interna que puede acelerarse al mismo ritmo que se deteriora la salud de sus principales dirigentes (Masud Barzani, presidente regional y cabeza visible del Partido Democrático del Kurdistán, y Yalal Talabani, expresidente iraquí y líder de la Unión Patriótica del Kurdistán). Los recientes choques en Kirkuk –foco principal de disputa entre Bagdad y Erbil por el control de sus riquezas petrolíferas– entre las milicias de ambos partidos kurdos, y de ambos contra fuerzas subordinadas a al-Abadi, augura inevitablemente más violencia a la vuelta de la esquina.