Al igual que le sucede a Líbano, tras las elecciones del pasado 6 de mayo, los principales actores políticos iraquíes siguen enredados desde hace cuatro meses en su tarea de conformar un gobierno efectivo. Así ocurre como consecuencia de los resultados registrados en las elecciones legislativas del pasado 12 de mayo, sin que ninguno de los contendientes logrará una mayoría suficiente para formar un gobierno monocolor o, al menos, una ventaja tan decisiva sobre sus adversarios que le permitiera erigirse como el centro de referencia.
En el tiempo transcurrido desde entonces ha habido tiempo para que se hayan establecido y deshecho varias alianzas circunstanciales. Hasta hoy el núcleo del debate se centraba en vislumbrar si la alianza entre el primer ministro en funciones, Haidar al-Abadi, y el reforzado clérigo Muqtada al-Sader tenía más o menos opciones para hacerse con el poder que la liderada por el ex primer ministro Nuri al-Maliki y el líder de la poderosa organización Badr, Hadi al-Amiri. Dado que en ambos casos se trata de destacados representantes de la mayoría chií que puebla Irak, con amplia experiencia de poder en gabinetes ministeriales y en parlamentos anteriores y que ambas han sabido conjugar en su seno elementos seculares con religiosos, salpicados con notas más o menos sinceras de nacionalismo, era previsible que el desenlace de la intriga tuviera más que ver con arreglos discretos a espaldas de la población que con diferencias ideológicas apreciables.
Ante el bloqueo producido en un contexto en el que pesan más los egos, las cuentas pendientes, la codicia por el control de un país rico pero empobrecido y los agravios acumulados entre unos y otros se ha llegado a un punto muerto que obliga a mirar en otra dirección. Es así como las miradas vuelven inevitablemente a centrarse, por un lado, en actores internos tan decisivos como el gran ayatolá Ali al-Sistani o las facciones kurdas del norte, y, por otro, en actores externos tan interesados en el proceso como Estados Unidos e Irán.
En el primer caso, el pasado día 10 al-Sistani –voz suprema de los chiíes iraquíes a pesar de no ostentar ningún cargo público– emitió un comunicado en el que sentencia al ostracismo a todo aquel candidato que haya tenido responsabilidades en gabinetes anteriores. El principal afectado por una opinión que, en la práctica, nadie se atreve a discutir públicamente es al-Abadi. Al escaso balance de su gestión se une ahora el pésimo y muy criticado manejo de la crisis ciudadana en Basora, en un ejemplo más de las notables carencias de unos gobernantes que no atienden ni al bienestar y a la seguridad de su pueblo. Pero, en el fondo, ese mismo mensaje de quien es un ejemplo vivo de emulación para los chiíes también deja fuera de juego a al-Maliki y a al-Amiri. En consecuencia, es al-Sader, vencedor en las elecciones de mayo, el que puede sacar mayor tajada de este vuelco, aunque es descartable que él mismo llegue a ocupar el cargo de primer ministro.
En paralelo, el comunicado de al-Sistani también representa un serio revés para Washington, muy interesado en lograr la permanencia en el poder de un al-Abadi con el que ha podido entenderse a pesar de las tensiones. Buena prueba de ello es la reciente petición expresa de Mike Pompeo a Masud Barzani, en su condición de líder del principal partido kurdo y cabeza de una coalición en la que también hay representantes de pequeños partidos de adscripción suní para que, como ya ha ocurrido en ocasiones anteriores, empleen su condición de fuerza parlamentaria de bisagra para permitir el nombramiento de al-Abadi. Nada indica, sin embargo, que el secretario de Estado estadounidense haya logrado convencer esta vez a su interlocutor, no solo porque este último todavía sigue analizando qué puede extraer de cada uno de los candidatos –reparto de los ingresos de petróleo, referéndum en Kirkuk, mantenimiento de los peshmergas…– sino, más aún, porque todavía escuece el comportamiento de un patrón que permitió el pasado año la ofensiva contra los peshmergas que controlaban Kirkuk y buena parte del territorio reconquistado de manos de Daesh, ordenada por al-Abadi y ejecutada principalmente por los chiíes de las Unidades de Movilización Popular dotadas de armamento estadounidense. En resumen, Barzani y los demás lideres kurdos no se fían ya de Washington, ni mucho menos de al-Abadi, y exploran otras opciones.
En ese desbarajuste que obliga a recomponer alianzas a la carrera, los que parecen moverse con mayor celeridad son al-Sader y al-Amiri. Situados inicialmente en alianzas competidoras, han entendido la necesidad de superar el bloqueo actual, explorando nuevos puntos de interés común. De ahí que el pasado día 12 hayan celebrado un primer encuentro que apunta a la conformación de una nueva alianza, desembarazándose tanto de un al-Abadi que ya pertenece al pasado como un al-Maliki al que le pesa demasiado su sectarismo cuando fue primer ministro.
Mientras tanto, sin que pueda en ningún caso considerar que tiene la capacidad para hacer y deshacer a su antojo, Irán contempla la escena con cierta satisfacción. Aunque son muchos los medios de comunicación que han querido presentar a la Alianza Al Binaa (al-Amiri / al-Maliki) como proiraní y a la Coalición para la Reforma y Reconstrucción (al-Abadi / al-Sader) como anti-iraní y férreamente nacionalista, en el fondo cualquiera de los citados mantiene con Teherán innegables y duraderos vínculos. Eso le permite a Irán asegurar que, con los matices que quepa introducir, sea quien sea el nuevo primer ministro iraquí seguirá mantenido una fuerte influencia en el país vecino.