Presidente Real Instituto Elcano, Director de la Agencia EFE, Director de Casa de América, Excelentísimos Sres. Embajadores, señoras y señores, queridos amigos:
“Difícilmente resolverás aquello que no conoces”, decía Arquímedes a sus discípulos. Menos aún, añadiría yo, si la cuestión a resolver alude a una realidad tan compleja y cambiante como la iberoamericana. Son tantos los elementos presentes hoy día en el escenario de la región, que sólo con la mejor información y el análisis más riguroso será posible acercarnos a descifrar la encrucijada que plantea la situación actual de América Latina.
En este sentido, el anuario que hoy se presenta supondrá una extraordinaria oportunidad. Pues una publicación que nace de la fusión del que fuera “Anuario Latinoamericano” del Real Instituto Elcano, de aparición bienal, y del análisis estadístico que cada doce meses publica la agencia EFE, encierra las dos variables imprescindibles para ese mejor conocimiento de la realidad. La sinergia entre estas dos instituciones, líder en el ámbito del análisis político una, y primera agencia de noticias en lengua española la otra, permite combinar el dato estadístico con la reflexión y, por tanto, la comprensión.
Decía que en este anuario encontramos herramientas útiles para desvelar el origen y el sentido de los cambios que se están produciendo en Iberoamérica, cambios que, en muchas ocasiones, son explicados de manera simplista o desde una óptica política rígida y producto de una realidad que ya no nos sirve. En mi opinión, esto es así porque América Latina suele ser vista desde el exterior como una realidad homogénea, casi compacta, cuando lo cierto es que alberga una extraordinaria diversidad que, muy a menudo, se tiende a ignorar. Pero, además, porque cualquier cambio que se produce alejado de los parámetros clásicos, tanto en lo político, como en lo económico o en lo social, suele ser visto de una única manera. Así, es frecuente englobar en un mismo análisis a Venezuela y Bolivia y, más recientemente, a Ecuador y Nicaragua. Más allá de las similitudes que se puedan encontrar –que las hay– lo cierto es que cada país es producto de su propia historia y no se pueden desconocer ni sus componentes étnicos, sociales ni políticos que han dado como resultado nuevos liderazgos y gobiernos.
Como también es frecuente la afirmación de que en América Latina se ha producido un fracaso de los partidos políticos tradicionales. ¿Alguien ha tratado de comprobarlo? Con un rápido vistazo a la región comprobaremos que en México, República Dominicana, Panamá, El Salvador, Honduras, Costa Rica o Nicaragua gobiernan partidos políticos tradicionales. Como también en Perú, Colombia, Brasil, Chile, Uruguay o Argentina. No pretendo agotar la realidad, sino huir de simplificaciones. Quizás la única afirmación ajustada –aunque habría que poner muchos matices– es que hay una mayoría de gobiernos de izquierda. Si esto ocurriera en Europa, a nadie le parecería extraño, ni objeto particular de un análisis. Todos asumiríamos que son ciclos políticos. O, al menos, trataríamos de buscar antecedentes, explicaciones. Y aquí sí podríamos extraer algunas conclusiones.
A nadie se le escapa que los años noventa coinciden, al mismo tiempo, el fin de las dictaduras y los conflictos armados con una importante crisis económica. Crisis que traerá consigo ajustes que –aún siendo necesarios para la estabilidad macroeconómica– produjeron importantes sacrificios en sectores amplios de la población que no pudieron beneficiarse del crecimiento experimentado en los últimos años. La realidad, sin entrar en valoraciones, es que hoy América Latina tiene 210 millones de pobres, casi un tercio de su población y es, por otro lado, la región más desigualdad del mundo. Es evidente que los ciudadanos buscan respuestas y alternativas y sus decisiones tienen que ser objeto del máximo respeto por parte de todos.
Antes decía que se comete frecuentemente el error de mirar a la región como un todo uniforme, cuando en realidad América Latina es un caleidoscopio que, cuando lo miramos con la debida atención, nos permite ver con detalle las singularidades que provienen de la diversidad geográfica, cultural, étnica o social que se da en las diferentes naciones iberoamericanas y en los grupos sociales que las componen.
Para evitar caer en esa simplificación se requiere, por supuesto, un profundo conocimiento, pero también el grado de empatía necesario para poder colocarse, al menos por un momento, en el lugar del otro. Además del necesario trabajo intelectual, es necesario un esfuerzo de actitud. Porque la realidad iberoamericana, como el caleidoscopio, se transforma, no sólo cuando el objeto que se observa se mueve, sino también cuando lo hace la postura del observador. Y en el caso de Iberoamérica, los cambios no sólo están teniendo lugar al otro lado del Atlántico, sino también se están produciendo en esta orilla, en nuestro propio país.
En aquel lado, asistimos al nacimiento de nuevos liderazgos o a la incorporación al panorama político y social de grupos sociales hasta ahora excluidos de la participación política. Baste pensar en un ejemplo significativo de cómo han evolucionado las cosas: las páginas que este anuario reserva a relevantes dirigentes iberoamericanos están, en esta ocasión, ocupadas por Michelle Bachelet, mujer con una larga y fantástica trayectoria política, que hoy está al frente del Gobierno de Chile. Mujer, socialista, con un padre asesinado por la dictadura de Pinochet y divorciada. Ninguno de estos ingredientes deberían ser ignorados si queremos ser conscientes de los cambios experimentados en la región.
Pero además, nuestra percepción se modifica en la medida en que nosotros también hemos cambiado. Y si parte de este cambio interno tiene su origen en aportaciones de aquella parte del mundo, ¿cómo no mirarla con una renovada actitud?
Pensemos en el caso de España. La intensificación de la dimensión iberoamericana de su acción exterior, que se produce a partir de la década de los 1980, se ha traducido en un refuerzo de las iniciativas e instrumentos de cooperación política, tanto a nivel bilateral como multilateral, y también en el seno de los organismos internacionales.
En último término, con la creación de la Secretaría de Estado para Iberoamérica, el Gobierno ha querido, por un lado, que nuestro país pudiese tener una capacidad de respuesta política adecuada a los tiempos de cambio que atraviesa la región y, por otra parte, que se mantuviese un nivel de presencia institucional acorde con la densidad de una relación cada vez más diversificada. Presencia que es cada día más intensa en el ámbito político, pero también en el cultural y científico, en el social y económico y, por supuesto, en el de cooperación. Quizás lo que para el Gobierno constituye un elemento fundamental de esta nueva relación es el de la consideración de los países y gobiernos como socios, como aliados estratégicos en esta nueva realidad que cambia, no sólo en América Latina, sino en el escenario global. Consideración que nos permite concertar nuestras posiciones en instituciones internacionales y, de esta forma, adquirir una mayor fuerza y relevancia. En este sentido, trabajamos en el plano bilateral, pero también en el multilateral, en instituciones ya existentes o con los instrumentos de integración que se empiezan a definir. Antes hacía referencia a los cambios políticos, cambios que, por supuesto, llevan aparejados retos ligados a la gobernabilidad e institucionalidad. También hablaba de la pobreza y la exclusión social, situación insostenible en democracias emergentes. Y ahora introduzco la integración. La razón de ello es que considero que estos son, de manera superficial, los retos pendientes y más urgentes que deberán abordar los gobiernos en América Latina y que, de alguna forma, se encuentran relacionados.
Pues a nadie se le oculta que para lograr un mayor grado de desarrollo y de inclusión es necesaria la coordinación de políticas medioambientales, de infraestructuras o energéticas. Y que éstas sólo podrán avanzar si es en un marco de integración económica y comercial. Y que la integración sólo será sostenible a largo plazo si se superan los riesgos de fracturas políticas e ideológicas. En ese marco sí se puede consolidar y defender la institucionalidad.
Por último, no quisiera dejar de hacer referencia a un hecho novedoso al que debemos prestar una especial atención y consideración: el fenómeno migratorio. Fenómeno que no sólo afecta a España y América Latina, pero que si empieza a marcar un aspecto importante de nuestra relación. Aún no estamos en condiciones de determinar de qué manera y en qué intensidad afectará a nuestra vida diaria la llegada a España de cerca de dos millones de iberoamericanos, que residen y trabajan entre nosotros, y que contribuyen, cada vez en mayor medida, al desarrollo del país. Con ellos llegan también sus vivencias, sus costumbres, su idiosincrasia. Sin apenas darnos cuenta, vamos interiorizando su ser y, al tiempo que sus hábitos se van adaptando a los nuestros, nosotros también vamos asumiendo poco a poco sus referencias vitales. Una imagen –en cierto modo anecdótica, pero ilustrativa– la proporciona la cantidad de productos iberoamericanos que se ven en nuestros comercios y que ya se han incorporado a nuestras vidas y hábitos de consumo. España siempre ha sido una parte de Iberoamérica, al menos afectivamente. Ahora quizás está comenzando a serlo realmente.
Es de esperar que este cambio que estamos experimentando, este enriquecimiento mutuo, nos sirva, a su vez, para modificar nuestra actitud a la hora de valorar los fenómenos que se están produciendo en América Latina.
No pretendo que tengamos una visión idílica de la región, como no la tenemos de ningún lugar del mundo, pero tampoco quiero negar las posibilidades, la fuerza y la capacidad. Soy consciente de las dificultades y los riesgos, pero me niego a caer en visiones catastrofistas. Cualquiera que haya pisado tierra latinoamericana ha podido comprobar la extraordinaria potencia que alberga y la profundidad de los lazos que han tejido nuestra historia compartida.
De la lectura del anuario que hoy se presenta aquí, seguramente saquemos alguna conclusión sobre el papel que España puede desempeñar, no sólo a la hora de incentivar los mecanismos de cooperación e integración en aquel subcontinente, sino también para hacer que esa idea sea asumida por nuestros socios de la Unión Europea y por otros actores de la realidad internacional.
Con esa idea, con ese objetivo, trabajamos. La creación de la Secretaría de Estado para Iberoamérica, el refuerzo de nuestro despliegue diplomático y consular en la zona, la apertura de nuevos centros culturales, pretenden trasladar al plano institucional una exigencia que proviene de una realidad, de una demanda no sólo política sino también social, que no cabe ignorar.
Al hilo de estas ideas, me gustaría recordar una reflexión de Carlos Fuentes: “La Historia de España y la de América tienen algo en común: los vínculos han sido subterráneos; una corriente poderosa continua y no interrumpida que ha corrido por debajo de los desastres políticos de la superficie, de las fragmentaciones, de los discursos ridículos, de las leyes y de las promesas incumplidas. Detrás de eso se desarrolla, constantemente, una creación cultural y vital fecunda, y cuando ésta aflora al ámbito social y político, nos afecta a todos los que escribimos, pensamos, soñamos y mentamos a la madre de otro, siempre en español”.
La tarea de hallar una fórmula plenamente satisfactoria para hacer aflorar esa corriente es difícil, pero apasionante. Y tengo la confianza de que el esfuerzo que realizarán las instituciones públicas y privadas españolas en torno a la celebración de los bicentenarios de la independencia de aquellos países, permitirá empezar a desvelar ese mundo complejo y heterogéneo al que hacia referencia al comienzo de mi intervención.
El magnífico trabajo que hoy nos presentan el Real Instituto Elcano y la Agencia EFE nos facilitará, sin lugar a dudas, esa labor de comprensión.
Muchas gracias.