“De las ruinas de los imperios. La rebelión contra Occidente y la metamorfosis de Asia” es un libro del escritor indio Pankaj Mishra, galardonado con premios de ensayo como el Palau i Fabre o el Leipzig Book Award for European Understanding. Estamos ante una obra “panasiática”, pese a que la mayoría de los políticos y analistas internacionales, como Kissinger en su último libro, niegan la existencia de una realidad asiática en su conjunto, pues Asia se caracterizaría por su multiplicidad. Sin embargo, Mishra considera el mundo árabe y musulmán como parte de Asia, pese a que la geopolítica actual parece haberlo descartado con una expresión de uso triunfante, “Asia-Pacífico”.
El panasianismo es un término asociado a la diplomacia del Japón de entreguerras. No es casual que en la portada del libro aparezca una representación de la batalla naval de Tsushima (1905), la gran victoria de la armada japonesa sobre la rusa, una de las primeras demostraciones de que el hombre blanco no era invencible. Lo cierto es que hasta 1945, Japón sirvió de inspiración a los intelectuales asiáticos. Unos procedían del imperio otomano y de Persia, otros de China o de la India. Todos coincidieron en tomar Japón como modelo armonizador de la tecnología y los procedimientos occidentales con la preservación de su cultura. Con todo, luego vendría la decepción de los asiáticos ante un Japón que clamaba contra el imperialismo europeo y fomentaba el suyo propio. Mucho antes se habían decepcionado de Occidente que los utilizó en la Primera Guerra Mundial y los ninguneó en la conferencia de Versalles, pese a las promesas de igualdad y libre determinación de la flamante Sociedad de Naciones.
Mishra no ahonda en los relatos de luchas independentistas o en las biografías de líderes como Mao, Gandhi o Nehru. La originalidad de su libro reside en ser un viaje intelectual cuyos protagonistas son un iraní, un chino y un bengalí entre los siglos XIX y XX. Se trata de Jamal al-Din al-Afgani, un periodista y profesor de origen persa, aunque se consideraba afgano, y que recorrió las calles, cafés y mezquitas de Egipto, Turquía, Afganistán y la India entre 1860 y 1897. Era partidario de una adecuación del islam al mundo moderno, sin retornos al pasado, aunque a la vez fomentara la resistencia violenta contra los británicos. El segundo personaje es el intelectual chino Liang Qichao, que visitó EEUU en 1903, y que se decepcionó de su hasta entonces idealizada democracia americana, principalmente por las desigualdades raciales y la corrupción política. Desde entonces descartó ese modelo para China. Antes bien, defendería un sistema autoritario, compatible con la modernización técnica de su país, una tendencia que ha triunfado desde la primera república china al actual socialismo de mercado. En cambio, son más comedidas las percepciones del tercero de los intelectuales descritos, el escritor y premio Nobel bengalí Rabrindanath Tagore, exponente de una gran tradición de sabiduría oriental. Su pensamiento estuvo marcado por el cosmopolitismo, pues era un hombre escéptico ante el auge del nacionalismo y de los Estados nacionales. Al preferir que los asiáticos no se apartaran de los valores tradicionales del budismo o del confucianismo en su camino a la modernidad, Tagore se ganó la enemistad de los comunistas chinos y de los nacionalistas japoneses.
Algunos críticos presentan a Mishra como un heredero del orientalismo de Edward Said, pero el escritor indio parece mucho más reposado en sus expresiones y conclusiones. No caigamos, por tanto, en la simplificadora percepción de que este un libro es una especie de apología de la revancha de Asia sobre Occidente. Antes bien, el autor destaca en el epílogo que países emergentes como China y la India están perdiendo algunos de los valores propios de su civilización y en ellos también se han asentado las mismas desigualdades que los intelectuales asiáticos de hace un siglo denunciaron en Occidente. Por lo demás, la sed de consumo que invade a las clases altas y medias de dichos países puede convertirse en una amenaza para el futuro del planeta. Vistas así las cosas, la venganza de Asia se transformaría en una victoria pírrica.
La conferencia de Bandung, que marcó el nacimiento de los países no alineados, no es mencionada en esta obra, aunque es inevitable evocarla tras su lectura. Aquel lúcido analista de Le Figaro, Raymond Aron, la calificó en 1955 de “conferencia del equívoco”. Pese a las apariencias, este autor no vio en ella un auténtico foro del Tercer Mundo. Por el contrario, le pareció una conferencia occidental de intelectuales y diplomáticos. Todos ellos demostraron ser perfectos discípulos de Occidente, al que criticaban, eso sí con razón, su pasado colonial por medio de ideas europeas. ¿No sucede hoy lo mismo con algunos países emergentes, que siguen siendo occidentales en sus formas, pese a sus proclamas de solidaridad?