¿Por qué reflexionar acerca de la política de cooperación internacional al desarrollo a la luz de los acontecimientos en la región?
Los acontecimientos que se suceden en el Norte de África y Oriente medio desde hace ya más de dos meses han suscitado debates de todo tipo. El grueso del debate político y mediático ha estado, obviamente, dominado por la pertinencia o inadecuación de la reacción de los principales bloques y/o líderes mundiales (Estados Unidos y la Unión Europea, principalmente) o en si debería haber una respuesta militar, coordinada internacionalmente, en Libia.
Aunque esta dimensión haya pasado más desapercibida, la crisis del Norte de África también reabre numerosos y antiguos debates sobre la esencia de la cooperación internacional al desarrollo (su pertinencia, su eficacia, su distribución geográfica y sectorial) y sobre su papel específico en las relaciones internacionales entre países desarrollados y en desarrollo y, más concretamente, en las políticas de vecindad. De hecho, en el reciente goteo de visitas oficiales de líderes europeos a países del Norte de África, hemos podido observar cómo los programas de cooperación internacional al desarrollo han formado parte de la agenda de la visita.
En cualquier caso, es más que probable que los recientes acontecimientos precederán un aumento (al menos relativo, en el actual contexto de crisis) del volumen de ayuda al desarrollo, sobre todo europea, a la región. La principal finalidad será seguramente consolidar los procesos de transición democrática donde se produzcan.
¿Va esto en la línea de los sectores prioritarios según la agenda internacional vigente?
En puridad, no.
Tras el fuerte acento económico de la agenda internacional de desarrollo de los años ochenta y noventa (el denominado y denostado Consenso de Washington), la comunidad de donantes puso el énfasis en la faceta más social del desarrollo. Este cambio, que se gestó a lo largo de diversas cumbres sociales celebradas durante los noventa, culminó con la Declaración del Milenio, firmada por los miembros de Naciones Unidas en 2000. La Declaración, además, se concretó en los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), una serie de objetivos y metas de carácter eminentemente social cuyo logro debería convertirse en la prioridad de las políticas de desarrollo de los receptores de ayuda y de las de cooperación al desarrollo de los donantes hasta 2015.
Esto supuso aparcar los objetivos económicos de desarrollo como meta última. De este modo, los ODM estarían re-centrando la agenda internacional en el fin último del desarrollo y de la cooperación al desarrollo –el qué, que se traduciría en el bienestar de la población– admitiendo la posibilidad de que la consecución de este fin se pudiera lograr por diversas vías económicas –el cómo–. A esta visión menos economicista también contribuyó el hecho de que los casos más llamativos de desarrollo económico registrados en las últimas décadas se hubieran dado, precisamente, con políticas que desafiaban los postulados del Consenso de Washington.
Pero, además, también quedó aparcada la vertiente política del desarrollo. Y esto probablemente tiene mucho que ver con la forma con la que se adoptó esta agenda internacional, quizás más que con el contenido.
Podría decirse que las raíces intelectuales de los ODM están en el enfoque del desarrollo humano, fruto de aportaciones teóricas y empíricas variadas y entre cuyos exponentes podríamos citar al premio Nobel de Economía Amartya Sen. Además de la mejora de las condiciones educativas y sanitarias de la población, este enfoque contempla también como un síntoma de progreso de la sociedad la mejora de las libertades públicas.
Sin embargo, esta pata del enfoque es la gran ausente de la agenda. Independientemente del debate teórico-académico sobre las condiciones políticas idóneas para impulsar procesos de desarrollo económico y social, esta ausencia tiene posiblemente más que ver con la forma política de la agenda. Se trata de una agenda política, no académica, cuya legitimidad reside en parte en el hecho de que fue impulsada desde un foro tan amplio y heterogéneo como las Naciones Unidas. Por motivos más que obvios, no todos los miembros de la organización hubiesen respaldado una agenda que incluyese elementos políticos.
En cualquiera de los casos, la agenda actual tiene un carácter fuertemente social con el que, al menos en teoría, podrán chocar los programas de cooperación al desarrollo que se articulen en la región en el corto y medio plazo. Previsiblemente, éstos irán dirigidos al fortalecimiento institucional y al acompañamiento en los procesos de transición a la democracia.
¿Y al revés? ¿Marcará esto la agenda de desarrollo internacional?
Pues posiblemente sí.
Sabemos que las agendas internacionales de desarrollo suelen ser una combinación –a veces extraña, a veces no muy coherente– de largas trayectorias intelectuales y de recientísimos acontecimientos históricos.
Además, en este sentido, en estos momentos nos encontramos en un punto de inflexión. A menos de cuatro años de la fecha limite para el cumplimiento de los ODM sabemos que, en términos muy generales e independientemente de que se hayan registrado progresos notables en algunos países y regiones, éstos no se van a cumplir.
La reflexión sobre qué remplazará los ODM en la agenda internacional ya ha comenzado porque independientemente de que el incumplimiento de los ODM se explique en parte con un déficit de voluntad política por diversas partes, también surgen voces cada vez más altas sobre la adecuación de esta concepción concreta de desarrollo y sobre si ésta es la forma adecuada de articularla y lograrla.
¿Y en qué forma podría esto marcar la agenda? ¿Hacia una agenda más económica?
Los acontecimientos recientes en el Norte de África podrían suponer un giro hacia una agenda, de nuevo, más económica.
Los países que han vivido y están viviendo revueltas democráticas en el Norte de África no son los más pobres del planeta ni tampoco de la región. Esto abrirá de nuevo el debate sobre la relación entre desarrollo económico y regímenes políticos. Al igual que ocurrió con la transición a la democracia de las que hoy son algunas de las economías más dinámicas de Asia oriental (y del mundo) algunos afirmarán que primero viene el desarrollo económico y que es este proceso el que desencadena los mecanismos que llevan a la democracia.
Aunque esta controvertida afirmación tiene que venir siempre acompañada de un regimiento de excepciones y matizaciones, el debate para la formulación de la agenda internacional está servido.
¿O más política?
Probablemente. Y esto aunque sólo sea porque aumentará el peso de los programas de fortalecimiento institucional y de apoyo a la transición en la asignación de la ayuda de los principales donantes.