Bernard-Henri Lévy practica habitualmente un género literario que solo sería posible en Francia, uno de los países que más interés tiene por la geopolítica, y que podría calificarse de geofilosofía e incluso de geopoética, una modalidad de ensayo que tuvo un destacado representante en Predrag Matvejević, el autor de Breviario Mediterráneo que no tuvo el reconocimiento del premio Nobel que muchos habríamos deseado.
¿Se puede analizar el escenario internacional con la ayuda de Herodoto, Dante, Hegel, Nietzsche, Proust, Malraux o Sartre? Quienes son tan solo cazadores de citas no son capaces de comprender la complejidad de las raíces culturales, que no son tan fáciles de extirpar en un mundo en el que resulta preocupante una continua desculturización de la política o de las religiones, y que abren el camino hacia fundamentalismos de todo tipo. Por eso resulta fascinante la lectura del último libro de Bernard-Henri Lévy, L’Empire et les cinq rois (Grasset), soberbia puesta en escena del escenario internacional de hoy, en el que Oriente Medio adquiere un papel decisivo en el inmediato futuro.
Lévy no olvida su condición judía, aunque ésta sea la de un no creyente, y bebe en fuentes bíblicas, en las historias de Abrahán y Josué, o en la profecía de Daniel, para argumentar un relato que tiene, en gran parte, su ubicación en las mismas tierras del Antiguo Testamento. Es una colorida reflexión sobre un imperio, el estadounidense, que languidece, y de cinco reinos cada vez más capaces de plantarle cara y disputarle poder y zonas de influencia. Se trata de Rusia, China, Irán, Turquía y Arabia Saudí.
El autor se remonta a Georg Wilhelm Friedrich Hegel, que calificó a EEUU de un país extenso y “marítimo”, una nación en la que todo fluye, de movimiento perpetuo, incapaz de edificar nada duradero, una potencia “semipredicativa”. A partir de ahí Lévy multiplica los adjetivos acerca del imperio: inmaduro, inadaptado, insuficiente, recalcitrante. André Malraux lo expresó de este modo en una carta al presidente Nixon: “Son la primera potencia del mundo sin haberlo deseado”. Alejandro quería ser Alejandro, y César aspiraba a ser César. En cambio, como dijo con suma ironía el diplomático Paul Morand, “los americanos son romanos involuntarios”. En consecuencia, concluye Lévy, la clave de lo que les pasa a los EEUU de hoy no está en las extravagancias o en los errores de Donald Trump sino en lo que Hegel escribió hace más de dos siglos. Con todo, el momento actual es de especial gravedad porque EEUU, según Lévy, estaría dando de lado a dos referencias culturales muy vinculadas a sus orígenes: Jerusalén y Roma.
En los orígenes de la nación americana se encuentran unos padres fundadores que, huyendo de las persecuciones político-religiosas de la Europa del siglo XVII, encontraron en América una tierra prometida para un pueblo elegido. Tal fue el origen del excepcionalismo americano, que difundiría ideales universales de libertad y democracia, intrínsecamente asociados a la política exterior de Woodrow Wilson o de Roosevelt en el siglo XX. Pero en el legado cultural estadounidense aparece también un sueño virgiliano, pues los que llegan al Nuevo Mundo se asemejan a Eneas, el fundador de Roma tras escapar de Troya. Del mismo modo los huidos de la Troya europea fundan una nueva Roma, un país que un día también se convertiría en imperio. Jefferson y otros padres de la independencia americana valoraban la Roma republicana y sus símbolos. Europa no les era ajena. Algunos de sus sucesores lo tuvieron en cuenta y cambiaron el destino de la vieja Europa en las dos encrucijadas históricas de 1917 y 1941.
Sin embargo, la conjunción Jerusalén-Roma, la armonía entre Isaías y Virgilio, se terminará rompiendo. Después de todo, en la Biblia Roma termina por ser identificada con Edom o con Babilonia, la prostituida, la sanguinaria. El Dios nacional americano, asociado a grupos neoevangélicos, empezó a tener en las últimas décadas esta percepción de Europa, y en ese Dios se han inspirado no pocos electores. Pero además están los hechos, a pesar de todas las ambigüedades. Según Lévy, Europa ha dejado de ser una prioridad para EEUU. En Trump esta postura se puede manifestar de un modo brutal, y aquí el autor no tiene reparos en formular una pregunta que nadie hará nunca explícitamente: ¿invocaría EEUU el artículo 5 del tratado fundacional de la OTAN para defender a Polonia o los países bálticos? Pero para escándalo de algunos incorregibles optimistas europeos, Lévy dice que el desinterés por Europa se remonta a Obama, el hombre que espiaba a sus propios aliados y que no acudió, por supuestos problemas de agenda, a las ceremonias del 25º aniversario de la caída del muro de Berlín. ¿Y la conclusión del autor? Por primera vez en su historia, la nación americana solo tiene su origen en ella misma, y tirando de paralelismos, Trump es comparado con el último emperador romano, Rómulo Augústulo, un niño rey tan cruel como ridículo, que entrega sin combatir los restos de su imperio al jefe bárbaro Odoacro.
¿Cuál es la alternativa al imperio americano? ¿Los cinco reinos? No le inspiran ninguna confianza. Bernard-Henri Lévy es conocido por su defensa de la independencia del pueblo kurdo, supuesto aliado de Washington, pero estos reinos miran con indiferencia (Arabia Saudí, China) este tema, cuando no con hostilidad (Turquía, Irán, Rusia). Por su parte, EEUU guarda silencio. En medio de ese silencio los cinco reinos parecen haberse despertado de un letargo secular y se entregan a un revival historicista que en Turquía se llama neo-otomanismo, en Rusia eurasianismo, o en Irán el creciente chiita. Según Lévy, los cinco reinos son enemigos, declarados o no del imperio, pero también de sus pueblos respectivos. A este respecto, señala que los cinco se encuentran en el pelotón de cabeza de represión de las libertades en el mundo. Por lo demás, ninguno podrá tomar el relevo del imperio americano, pues para ser imperio no basta con ser el más fuerte, en lo político o en lo económico. El imperio es también una cuestión de metafísica y estética, de la que los reinos rivales carecen. Un imperio no existe sin cultura. ¿Dónde están sus proyectos de alcance universal? ¿Su gloria? ¿Sus saberes? A título de ejemplo, Lévy se pregunta cuáles fueron los aportes a la civilización del sistema soviético. Aunque no quieran creerlo e imaginen que están viviendo las horas más gloriosas de sus naciones, sus líderes también serían otros Rómulos Augústulos.
Este libro se ha publicado coincidiendo con el centenario de La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. Pienso que no es coincidencia. Sin embargo, Lévy no se identifica con el pesimismo spengleriano. Antes bien, asegura que las teorías que aseguran que la Historia tiene un sentido o va por una u otra dirección, son falsas. Frente a ese determinismo el autor argumenta que sus experiencias de las últimas décadas le enseñan que la última palabra no está escrita jamás. Puede que el imperio occidental, EEUU y Europa, sea un imperio de la nada y que su cielo esté vacío, pero la otra alternativa es el despotismo. Si hay que elegir, Bernard-Henri Lévy se queda con el viejo Occidente, a riesgo de que algunos le llamen imperialista.