La Unión Europea se encuentra envuelta en la mayor crisis política, social y económica desde su creación, pero es la falta de identidad de sus miembros como europeos lo que realmente amenaza su futuro. El referéndum pro-Brexit constituyó el primer indicio de que un proyecto tan complejo como la Unión Europea no puede evolucionar al margen de la ciudadanía, mientras que otros movimientos eurófobos, como el de Marine Le Pen en Francia, confirman que el Reino Unido podría no ser un caso aislado. El hecho de que, según un estudio del Parlamento Europeo, el 39% de la población no se sienta europea y casi la mitad (47%) no se considere en absoluto vinculada a la Unión más de medio siglo después del inicio de la integración puede resultar especialmente peligroso en un momento histórico repleto de populismos y sentimientos nacionalistas rampantes.
Por otro lado, algunas de las soluciones implementadas por las instituciones europeas, particularmente en relación con la crisis económica y la crisis de refugiados, han sido duramente criticadas por los medios de comunicación y la sociedad civil: así, organizaciones como Amnistía Internacional consideran el acuerdo con Turquía demasiado costoso en términos humanos, tildándolo incluso de ilegal. Este panorama extiende la percepción de que valores como la solidaridad, la igualdad o la voluntad integradora, que un día cimentaron la construcción de las Comunidades Europeas, quedan hoy enterrados bajo otros intereses más importantes para los Estados miembros.
Sin embargo, las constantes críticas de los medios y la sensación de lejanía de las instituciones no conllevan, necesariamente, una desvinculación de los principios europeos. El Eurobarómetro confirma que los europeos continúan considerando los valores democráticos como uno de los elementos principales de la identidad europea, al mismo tiempo que estiman prioritaria la reducción de la pobreza y de la exclusión social.
Por ello, los Gobiernos de los Estados miembros han de tomar la iniciativa. Los discursos populistas y antieuropeos que estamos escuchando hoy en día pueden ser considerados, en el fondo, grandes campañas de márketing que pueden ser contrarrestadas con respuestas directas y elocuentes capaces de estimular los principios aún latentes en la población. Un esfuerzo por crear un discurso claro en favor de la defensa de los valores europeos acompañado con políticas coherentes con los mismos no solo podría ser un instrumento para contrarrestar las arengas populistas, sino que podría ayudar a consolidar una identidad europea defensora de principios como la solidaridad, la justicia social, la defensa de los derechos humanos y la tolerancia.
Sin embargo, las actitudes de algunos Gobiernos nacionales entorpecen la fluidez de un diálogo constructivo entre las instituciones y la población. Por un lado, algunos tratan de alejarse de la Unión e incluso se escudan en ella para justificar políticas poco populares. Por el otro, no es común encontrar entre nuestros políticos un discurso claro y contundente en defensa de valores comunes como pueden ser la igualdad, la libertad religiosa o la tolerancia, como sí ha sido el caso, por ejemplo, del primer ministro canadiense. En su lugar, las bajadas de tono y las denuncias a media voz, como las que ha recibido Trump o algunos partidos nacionalistas europeos, contribuyen a difuminar un poco más la idea de Unión Europea entre una población bombardeada con discursos extremistas.
A pesar de las críticas y la falta de un discurso proeuropeo directo por parte de las autoridades nacionales, no faltan argumentos en favor de una Unión que sigue siendo un instrumento vital para sus países miembros. Por ejemplo, las cifras de Ayuda Oficial al Desarrollo, que se erigen como las más altas del mundo, muestran que la Unión Europea es un defensor activo de los derechos humanos a nivel internacional. Además, la existencia de una regulación comunitaria en las más diversas materias facilita las relaciones entre Estados que conforman su propia zona de influencia. Asimismo, la UE aporta voz a unos países que, de otra forma, quedarían relegados al segundo plano en un mundo dominado por potencias como Rusia, China o Estados Unidos. A pesar de ello, no hay más que leer los periódicos para darse cuenta de que la información que llega al ciudadano de a pie se centra en dificultades, críticas e imposibles. Los aspectos positivos que fomentaron la integración parecen haber quedado enterrados bajo crisis económicas, amenazas terroristas, y populismos, que al mismo tiempo se retroalimentan con tanta atención mediática y un escaso interés gubernamental.
En una crisis de fondo como la actual, que no se manifiesta solo en dificultades económicas, sino también políticas y sociales, las medidas superficiales ya no son suficientes, y el apoyo ciudadano se vuelve imprescindible para evitar la debilitación de la integración con la repetición de acontecimientos como el Brexit. Si las dificultades son también oportunidades y la existencia de enemigos externos se puede convertir en la mejor forma de afianzar la unidad, nos encontramos en el mejor momento para llevar a cabo una reforma. Una población convencida del proyecto supranacional solo puede resultar en un elemento facilitador de unas soluciones anheladas y necesarias.