Tal como era previsible, en línea con el agresivo discurso mantenido por Donald Trump ya durante la campaña electoral, la tensión entre Washington y Teherán crece por momentos. La polémica orden ejecutiva emitida por Trump el pasado 27 de enero incluía a los iraníes entre los nacionales de siete países islámicos que verán negada su entrada en territorio estadounidense, aunque estén en posesión de un visado en regla. Por su parte, Irán no solo decidió replicar con una medida similar contra ciudadanos estadounidenses sino que, el pasado 30 de enero, lanzó un misil balístico de alcance medio Khorramshahr, que recorrió unos 1.000km antes de terminar abruptamente su vuelo (se desconoce si de manera intencionada o por algún fallo técnico). Esto provocó las inmediatas protestas estadounidenses, por considerar que suponía una violación del acuerdo nuclear logrado en 2015 (Joint Comprehensive Plan of Action, JCPOA) y la aprobación de sanciones unilaterales contra 25 individuos y entidades supuestamente ligados al programa misilístico iraní, gestionado directamente por el prestigioso Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica de Irán, los pasdaran. En un gesto claramente desafiante los pasdaran iniciaron el 4 de febrero unas maniobras militares en la provincia de Semnan, que incluyeron el uso de ese tipo de misiles, así como actividades de ciberguerra. Por último, senadores republicanos declaran ahora su intención de aprobar una norma legal (ya no solo una orden ejecutiva presidencial) con sanciones adicionales contra Irán.
A la espera de nuevos pasos en esa tensa dinámica de acción-reacción, es preciso entender que el lanzamiento no supone, en términos formales, una violación del JCPOA ni tampoco de la Resolución 2231 del Consejo de Seguridad de la ONU. Lo que en esencia tiene prohibido Irán es desarrollar un programa misilístico orientado al lanzamiento de cabezas nucleares. Pero, en la medida en que el JCPOA está siendo cumplido en sus puntos esenciales y, como Teherán insiste y la AIEA confirma, no hay ningún programa nuclear en marcha, difícilmente esos misiles y las pruebas realizadas pueden calificarse como violaciones. En su defensa, Irán argumenta que el programa de misiles es simplemente un componente más de la seguridad nacional a la que todo Estado tiene derecho, añadiendo que, como ya se comprobó con las sanciones que Obama impuso por el mismo motivo en octubre de 2015 y en marzo del pasado año, ese tipo de medidas no le llevarán a cejar en su empeño.
Aun así, y aunque cuente con la aquiescencia rusa y china, es evidente que cualquier paso en esta línea alimenta la confrontación con Washington, sin que los demás signatarios del JCPOA parezcan inclinados a seguir el rumbo marcado por la Casa Blanca. Una confrontación impulsada por Estados Unidos, que prefiere ver a Irán como el principal promotor del terrorismo internacional, sin querer recordar que también está interesado en eliminar a Daesh o que ya ha prestado una considerable colaboración en el pasado, contra al-Qaeda y los talibán en Afganistán.
Además, actuando de ese modo, Trump pone aún más piedras en el camino de Hasán Ruhaní, que pretende renovar su mandato presidencial el próximo mes de mayo. Uno de los principales puntos de apoyo de su campaña es, precisamente, el beneficio neto de la firma del JCPOA para la economía nacional y para el bienestar de los casi 80 millones de iraníes, al posibilitar el regreso del país al concierto internacional, la recuperación de los fondos congelados y la entrada de inversores extranjeros, imprescindibles para modernizar su aparato productivo. Sin apenas tiempo para que esas previsiones se materialicen, los representantes de la línea dura del régimen tratarán a buen seguro de aprovechar la agresiva actitud estadounidense como munición para descabalgar a Ruhaní de la presidencia. Y si eso ocurre, Trump se encontrará con un Irán mucho más radicalizado, dotado de notables bazas de retorsión con las que complicar aún más los cálculos de Washington en la región.
Lo que en cualquier caso pone de manifiesto el programa misilístico iraní es la debilidad de los mecanismos que pretenden evitar la proliferación de este tipo de ingenios. Desde 1987 el MTCR (MissileTechnology Control Regime), que agrupa ya a 35 países (tras la incorporación de India durante el pasado año), pretende controlar la transferencia de tecnología misilística. Aunque acumula éxitos como el desmantelamiento del programa Condor II (Argentina, Egipto e Irak) y de los que en su día promovieron Brasil, Suráfrica, Polonia y República Checa, es obvio que no ha logrado abortar el que actualmente impulsa Corea del Norte, ni tampoco evitar las transferencias que incluso los países miembros efectúan a sus aliados y socios. Su carácter voluntario e informal resulta claramente insuficiente para hacer frente al desarrollo tecnológico aplicado a los misiles crucero y a los imparables drones armados que tantos países ansían.