El economista Dani Rodrik publicó en 1997 un premonitorio libro titulado Has Globalization gone too far?, donde planteaba que la globalización estaba sacando a relucir las fracturas sociales en los países avanzados entre los ganadores de la apertura comercial y financiera (básicamente los propietarios del capital y los trabajadores más formados) y los perdedores (los menos formados que sufrían en mayor medida la competencia de los productos de los países de salarios bajos). Alertaba contra el peligro de que esta fractura se fuese haciendo cada vez más grande y terminara por ser insalvable, deslegitimando el libre comercio y generando una reacción proteccionista y nacionalista. Y concluía que solo un papel más activo por parte de los gobiernos para proteger y compensar a los perdedores podría evitar este trágico desenlace.
Diez años más tarde, en 2007, con la expansión de las exportaciones chinas redoblándose año tras años tras su entrada en la Organización Mundial del Comercio en 2001 y con el intenso aumento del peso del sector financiero transnacional en la economía mundial como telones de fondo, Rodrik volvió a poner la idea sobre la mesa. Publicó un artículo titulado How to save globalization from its cheerleaders (cuyas ideas desarrollaría más tarde en su magistral libro La Paradoja de la Globalización), donde, en la mejor tradición keynesiana, planteaba que los mayores defensores de la globalización económica (los fundamentalistas del mercado) constituían el mayor peligro para su supervivencia. Al igual que las ideas keynesianas basadas en un papel más activo del estado permitieron tras la Gran Depresión que el capitalismo funcionara mejor para la mayoría (tanto en términos de eficiencia como, sobre todo, de equidad), aumentando así su legitimidad política y, por tanto, su sostenibilidad, abogaba por poner coto a la globalización en sus aspectos más nocivos para evitar que el conjunto de las sociedad se volviera contra ella.
Pero su mensaje tuvo poco eco. La globalización financiera se hizo más intensa y las exportaciones de los países emergentes continuaron creciendo, aumentando el consumo (muchas veces financiado con deuda) en los países avanzados y ensanchando la fractura entre ganadores y perdedores al tiempo que aumentaba el número de perdedores y disminuía el de ganadores. Esto, unido a la revolución tecnológica y a la retirada del estado, alimentó el aumento de la desigualdad, pero como el mundo iba bien, nadie protestó demasiado.
Llegó así la crisis financiera global que se inició en 2008 y, sobre todo, su larga resaca (que aún estamos viviendo), que terminó por hacer saltar las costuras de las fracturas anticipadas por Rodrik. La desigualdad aceleró su aumento, las clases medias se empobrecieron y el aumento del desempleo unido a los recortes sociales en el sur de Europa propiciaron el caldo de cultivo perfecto para que el rechazo a la globalización aumentara (aún no se ha generalizado). Al hilo del descontento han aparecido partidos políticos “anti” a izquierda y derecha que canalizan el descontento con la globalización dentro de los sistemas políticos tradicionales. A pesar de sus diferencias, el elemento común a los votantes de Donald Trump y Bernie Sanders en Estados Unidos, el Frente Nacional en Francia, Syriza en Grecia o Podemos en España, por mencionar tan solo algunos ejemplos, es rechazo a la globalización y el intento de protegerse de ella a través de un mayor proteccionismo. Y los partidos de derecha, suman al proteccionismo comercial el nacionalismo y la xenofobia.
En Estados Unidos, es muy probable que el próximo Presidente sea, cuando menos escéptico en relación a las bondades del libre comercio (Hillary Clinton y Ted Cruz se han mostrado críticos con el acuerdo que Estados Unidos ha alcanzado con otros 11 países del Pacífico, el TPP, y Sanders y Trump son abiertamente proteccionistas), mientras que en Europa, el rechazo al TTIP está aumentando.
La historia nos dice que, desde la revolución industrial, la economía mundial ha crecido con fuerza cuando han predominado los mercados más o menos abiertos (1870-1914 y 1945 en adelante) y se ha frenado en periodos de proteccionismo, como el de entreguerras. Pero también nos muestra, como bien subraya Rodrik, que se apoya en los trabajos de Ruggie y Polanyi, que cuando no se articula un pacto social que contenga los excesos del mercado (embedded liberalism) la ciudadanía acaba por dar la espalda a las políticas librecambistas.
Si en los próximos meses el Congreso de Estados Unidos rechaza el TPP y esta decisión genera una reacción proteccionista en otros países (como ocurriera tras la aprobación del arancel Smoot–Hawley en 1930), podríamos vernos ante el inicio de un ciclo de desglobalización con peligrosas consecuencias a largo plazo.