Durante las últimas semanas, habrá advertido seguramente el lector, el apellido Bin Laden ha vuelto a ocupar titulares y a abrir noticieros. Y es que pocas marcas generan tanto interés en todo el mundo. La razón: la CIA ha desclasificado una enorme cantidad de documentos recuperados durante el asalto al complejo de Abbottabad que, en mayo de 2011, puso fin a la vida de Osama. Entre los miles de archivos, de inestimable valor tanto para académicos como para la comunidad de inteligencia, las primeras imágenes en edad adulta de Hamza bin Laden, cuya identidad había sido preservada con enorme celo por al-Qaeda. Pocos días después de la publicación, al-Qaeda volvía a publicar un nuevo mensaje de audio de Hamza, el octavo desde agosto de 2015, profiriendo sendas amenazas contra regímenes árabes y Estados Unidos.
Más de quince años han pasado desde aquellos vídeos propagandísticos en los que Hamza aparecía junto con alguno de sus hermanos recibiendo un rosario simbolizando los 99 nombres de Dios (misbaḥa) de manos de su padre, sosteniendo un Kalashnikov, también junto a su progenitor, o montando a caballo. Desde entonces, todo el material original disponible sobre Hamza se reduce a unas pocas cartas que, junto con otro material de inteligencia, condensa magníficamente Ali Soufan en esta pieza a modo de perfil que nos permite asomarnos a la realidad del personaje.
Ayman al-Zawahiri, emir de al-Qaeda, fue el encargado de preludiar la primera intervención de Hamza como miembro de la organización. Y la presentación no es la de un combatiente cualquiera: «el león, hijo del león, el mujāhid, hijo de mujāhid, […]», dejando claro que la organización terrorista le tiene reservado un estatus a la altura de muy pocos. No obstante, en su primera alocución y dirigiéndose a la umma, presta juramento de lealtad directamente al Mulá Omar, presuntamente muerto dos años antes, si bien su deceso no había sido hecho público. Es necesario hacer hincapié sobre este punto, pues en al-Qaeda los juramentos de lealtad siguen una jerarquía clara: los emires regionales de al-Qaeda –como Abdelmalek Droukdel o Qasim al-Raymi, por escoger ejemplos actuales– prestan juramento directo al emir de al-Qaeda Central, quien, a su vez, rinde pleitesía al líder de los Talibán. Además, por si todo esto no fuera suficientemente revelador, Hamza también presenta sus respetos a quienes fueron sus maestros, miembros todos ellos de la cúpula de al-Qaeda Central, Saif al-Adel, Ahmed Hassan Abu-l-Khayr, Abu Muhammad al-Masri y Sulayman Abu Ghaith, dejando patente que tanto la pureza de su linaje como su formación le predestinan a jugar un papel fundamental en el futuro de la organización.
Con un lenguaje cuidado, una retórica punzante, un ritmo pausado, nada altisonante pero atractivo, sin apenas altibajos, en ocasiones interpelando al oyente como si quien escucha fuese su interlocutor. Directo y sin excederse en la longitud de sus mensajes, acertado en el uso de la digresión –tan característica del árabe– pero sin resultar tedioso, alejado del criticado estilo de al-Zawahiri. Consciente, parece, de la época en el que le ha tocado vivir. De hecho, en diferentes ocasiones anima a directamente a utilizar las redes sociales como herramienta de cambio, a tuitear sobre la causa siria o a consultar la revista Inspire para obtener información detallada sobre cómo cometer según qué tipo de atentados. Así se dirige Hamza bin Laden al mundo.
Apoyándose en vídeos y audios de archivo de su padre para conferir mayor empaque a sus mensajes, Hamza no se distancia demasiado de las líneas maestras trazadas históricamente por la organización: priorizar atentados contra Estados Unidos y Occidente en general, golpear intereses judíos, liberar Palestina, desacreditar a Arabia Saudí y exhortar a la insurgencia, alentar revoluciones que posibiliten el derrocamiento de regímenes árabes corruptos… Ahora bien, su discurso también incorpora algunos matices novedosos. En lo que pudiera percibirse como un intento por proyectarse como figura de cohesión del movimiento yihadista, Hamza elude hacer críticas y referencias directas al proyecto de Estado Islámico, optando por alegatos en pos del cierre de filas para enfrentar las causas comunes y dejando, por el momento, la puerta abierta a un futuro apaciguamiento de las relaciones. Asimismo, y a diferencia de su padre, también la emprende con rabia contra los chiíes en varios de sus vídeos, gesto que bien podría tener como objetivo el reclutamiento de aquellos combatientes más desencantados con el ya desmoronado proyecto califal. A ello hay que sumarle la enorme importancia que Hamza confiere a Siria, «causa sagrada de la cual depende el futuro de la umma», en sus mensajes; a Idlib, bastión de al-Qaeda en el país, podrían acabar llegando combatientes de Estado Islámico desprovistos de refugio tras el colapso de las ciudades que un día gobernaron.
El joven Bin Laden ha tenido una progresión meteórica, al menos en los medios; la prensa internacional no tardó en coronarlo como el líder de al-Qaeda y la propia organización ha pasado en poco tiempo de presentarlo como «el hermano Hamza» a rotular sus apariciones como las de un referente. Pero la realidad sobre el terreno bien podría ser diferente; pese a su linaje, su formación o su matrimonio con la hija de Abu Muhammad al-Masri, miembro del consejo consultivo, Hamza continúa siendo una incógnita. Su vida entre el arresto domiciliario y la clandestinidad, su bisoñez en el plano militar o el interrogante que plantean sus dotes de mando podrían acabar debilitando el impacto de sus mensajes propagandísticos y minando su autoridad –si es que tiene alguna– sobre aquellos combatientes en zonas de conflicto. De lo que no cabe duda es que por el momento está lejos de poder sentarse en la mesa de las figuras históricas del movimiento yihadista.