EEUU tuvo unos padres fundadores sabios, que no sólo hicieron una Constitución ejemplar, que con enmiendas importantes dura hasta nuestros días, sino que previeron el ascenso de ese país en el mundo. Entre ellos destaca Alexander Hamilton, que no llegó a presidente pero sí fue su primer secretario del Tesoro, y uno de los más activos en la elaboración del texto constitucional de 1787 y de los Federalist Papers que se dedicaron a defenderla y explicarla. Hamilton, uno de los más prolíficos a este respecto, dedicó tres artículos (65, 66 y 67) de estos papeles, y varios más al margen antes y después, a glosar la figura del impeachment para destituir a un presidente que hubiera cometido “traición, soborno u otros delitos y faltas graves”, como señala la Constitución. En la Convención se habló de “mala administración” pero le pareció un término demasiado vago a James Madison, que vio que se podía tornar en un arma política del Legislativo contra el Ejecutivo.
Hamilton quería un presidente fuerte, como ha destacado Ron Chernow, su biógrafo, en un reciente artículo que ha tenido amplia repercusión, porque el político también temía que un demagogo descarado se hiciese con el cargo. A Hamilton le preocupaba que aparecería alguno con tres rasgos acumulados: ambición, avaricia y vanidad. Pero vayamos a las propias palabras de Hamilton, al hablar de la demagogia, y lo que hoy llamaríamos populismo: “Detrás de la engañosa máscara de celo por los derechos del pueblo, con mayor frecuencia que bajo la apariencia prohibida del celo por la firmeza y la eficacia del gobierno, se esconde una peligrosa ambición. La historia nos enseñará que …. aquellos hombres que han derrocado las libertades de las repúblicas, en mayor número han comenzado su carrera cortejando servilmente al pueblo; comenzando como demagogos y terminando como tiranos”. Añadía que “si el gobierno federal sobrepasa los límites justos de su autoridad y hace un uso tiránico de sus poderes”, el pueblo debe “tomar las medidas necesarias para reparar el daño causado a la Constitución, tal como lo sugiera la exigencia y lo justifique la prudencia… La precaución y la investigación son una armadura necesaria contra el error y la imposición”.
No se trata de que el presidente cometa un delito, común, que habrían de juzgar tribunales ordinarios una vez fuera del cargo, pues un presidente de EEUU no puede ser juzgado por esa jurisdicción hasta que deja de serlo. Estamos ante un juicio político. Hamilton se expandió en su explicación del tipo de delitos y faltas graves a los que se refiere la Constitución: “Los sujetos de su jurisdicción son aquellos delitos que proceden de la mala conducta de hombres públicos o, en otras palabras, del abuso o violación de alguna confianza pública. Son de una naturaleza que se puede denominar POLÍTICA [el autor lo pone en mayúsculas] con peculiar propiedad, ya que se relacionan principalmente con los daños causados inmediatamente a la propia sociedad”. Y, con visión que llega a nuestros días, a pesar de que el sistema de partidos vigente es posterior, consideró que “el enjuiciamiento de los mismos, por esta razón, rara vez deja de agitar las pasiones de toda la comunidad y de dividirla en partes más o menos amigas o contrarias a los acusados. En muchos casos se conectará con las facciones preexistentes, y reclutará todas sus animosidades, parcialidades, influencias e intereses de un lado o del otro; y en tales casos siempre existirá el mayor peligro de que la decisión sea regulada más por la fuerza comparativa de las partes, que por las verdaderas demostraciones de inocencia o culpabilidad”. Leído 231 años después, la valoración mantiene su vigencia y no requiere mucho comentario, ¿verdad? La división o polarización de la sociedad estadounidense es patente, y se está agudizando con el posible impeachment.
La apertura de un proceso de impeachment lo vota la Cámara de Representantes para que sea el Senado (ahora elegido directamente, en tiempos de Hamilton lo era por las legislaturas de los estados federados), bajo la presidencia del Chief Justice (el presidente del Tribunal Supremo, pero no los otros jueces para no distorsionar el juego de la división de poderes) el que juzgue si destituirlo o no.
Hamilton se ha hecho aún más famoso por el musical de Lin Manuel-Miranda, inspirado en la biografía de 800 páginas del citado Ron Chernow, y estrenado en 2015. Una maravilla en ritmo y conceptual, escrita, cantada y bailada en estilo rap y hip hop. Puede despistar al principio pues casi todos los intérpretes –de personajes como el propio Hamilton, Thomas Jefferson o George Washington, entre otros– son, adrede, afroamericanos o latinos. Recoge bien la figura del que fuera el primer secretario del Tesoro, de origen humilde, que murió en 1804, a los 57 años de edad, en un duelo con pistola con Aaron Burr, entonces vicepresidente de EEUU, y rival. La otra figura, junto a Jefferson, en torno a la cual gira el musical.
El vicepresidente, entonces electo, Mike Pence, fue a ver Hamilton, un musical americano, con su familia en noviembre de 2016, cuando aún no había asumido el cargo. Y tuvo que sufrir abucheos. Un actor se dirigió a él, al final, para señalarle que el elenco representaba “la América diversa que está alarmada y ansiosa de que su nueva Administración no nos protegerá a nosotros, ni a nuestro planeta, nuestros hijos, nuestros padres ni nos defenderá ni mantendrá nuestros derechos inalienables”. Pence declaró posteriormente no sentirse ofendido. Pero el incidente ya había provocado unos tuits airados de su superior electo.
Hamilton, justamente para frenar la posibilidad de que indeseables llegaran al máximo cargo de la república, fue el principal arquitecto constitucional del colegio electoral, que es quien elije al presidente, y en que en 2016 se decantó por una mayoría que no era la de la suma de los votos populares a escala nacional. Pero hay una aceptación general en EEUU de esas reglas. Esa no es la cuestión.