Aunque todavía formalmente subordinado a la Cámara de Representantes ubicada en Tobruk, liderada por Aguila Saleh Issa, Khalifa Haftar ya era desde 2014 el hombre fuerte de la Cirenaica. Desde entonces, y aprovechando a su favor los apoyos externos que le llegaban fundamentalmente de Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Egipto (sin olvidar a Francia y Rusia), ha ido asentando su poder también en la región sur de Fezán, mientras simultáneamente el Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN), liderado desde Trípoli por un visiblemente debilitado Fayez al Serraj (reconocido por la comunidad internacional pero apenas apoyado por Qatar e Italia, con Turquía en una posición cada vez más visible), ha ido perdiendo peso hasta convertirse en irrelevante. Eso es lo que llevó a Haftar a creer que también la Tripolitania estaba finalmente a su alcance y de ahí el lanzamiento de su ofensiva contra la capital, iniciada el pasado 4 de abril, en un gesto que arruinó toda posible negociación o cese de hostilidades.
En todo caso, el empuje de su propia milicia, el Ejercito Nacional Libio, no ha tenido el éxito esperado. Por el contrario, y a pesar de las enormes divergencias entre las milicias que le hacen frente –entre las que destacan las de Misrata y Zintan, junto a algunos actores armados de las montañas del noroeste, unidas únicamente por su animadversión contra Haftar–, Trípoli no está todavía en sus manos. La violencia desatada desde abril –en lo que cabe considerar el tercer capítulo de la guerra que vive el país desde el estallido de 2011– ha provocado más de 1.000 muertos y al menos 140.000 nuevos desplazados, según la OMS. Igualmente, ha desembocado en el estancamiento de los frentes militares alrededor de la capital y ha arruinado la posibilidad de poner fin a la violencia en una hipotética mesa de negociaciones, tal como muestra la pesimista visión del enviado especial del Secretario General de la ONU, Ghasam Salamé, que llegó a calificar la ofensiva de Haftar como un golpe de Estado.
Esto no quiere decir que Haftar haya cejado en su empeño. Por el contrario, y tras haber redoblado su apuesta militar desde septiembre, ahora acaba de proclamar que ha llegado la hora cero para tomar la capital. Además de la maquinaria militar que ya lidera, cuenta para ello con el apoyo que le presta un número cada vez mayor de mercenarios rusos del Grupo Wagner, ligado al empresario Yevgeny Prigozhin, uno de los asesores de cabecera de Vladimir Putin. Si ya antes de esa fecha era bien visible el interés de Moscú por recuperar posiciones en Libia –con apoyo logístico y armamentístico–, ahora se añade el suministro de más armas (drones y piezas de artillería especialmente) y el despliegue de centenares de mercenarios en primera línea de combate y de francotiradores que selectivamente están matando a muchos combatientes de las fuerzas leales al GAN.
Pero aun en el caso de que Haftar logre salir del empantanamiento actual no hay que dar por descontada su victoria. De hecho, frente a unas milicias que cabe suponer que lucharán hasta el límite de sus fuerzas, es inmediato imaginar que, si los combates se trasladan al interior de la capital, a la fase actual le seguiría otra de insurgencia generalizada contra quien muchos ven como un nuevo al-Sisi con pretensiones de monopolizar el poder en una futura Libia y de erradicar toda huella del islamismo político.
Por eso, y aunque a primera vista pueda parecer que Putin puede estar cerca de su objetivo de lograr volver a poner un pie (o dos) en Libia de la mano de Haftar, es Estados Unidos quien sigue teniendo más bazas para cambiar la negativa dinámica que caracteriza a este país desde la caída de Gadaffi. Y esto es así porque, por un lado, es Washington quien tiene la posibilidad de influir en Haftar, dado que es un ciudadano estadounidense contra el que puede emplear el US War Crimes Act. Y, por otro, porque también es Washington quien puede forzar tanto a Turquía como a EAU, Egipto, Qatar y Arabia Saudí a que se ajusten al embargo de armas decretado en su día por el Consejo de Seguridad de la ONU. Lo malo es que se trata del mismo Estados Unidos que en abril de este mismo año, por boca de su presidente, apoyó abiertamente la ofensiva de Haftar por considerarla alineada con la lucha contraterrorista estadounidense (cuando en realidad Haftar estaba combatiendo a grupos, como las milicias de Misrata, que se habían distinguido al lado de Washington en la eliminación de grupos yihadistas asociados a Daesh).
Poco ayuda en cualquier caso el hecho de que el GAN sea tan débil que no logre atraer el apoyo de una población que ha comprobado dolorosamente su falta de capacidad no solo política sino también a la hora de atender sus necesidades básicas diarias. Y tampoco mejora la situación el hecho de que los principales actores que apoyan formalmente a dicho GAN (salvo Turquía que hasta se muestra dispuesto a enviar tropas en su ayuda) estén dando señales inequívocas de que han dejado de apostar por al Serraj y por quienes aún se empeñan por encontrar una salida negociada al embrollo libio.