Acabo de volver de Israel y me preguntan cómo va la guerra (la que ven en los medios de comunicación). Desplazándote por el país, te das cuenta de que hay muchas guerras cuyas imágenes no conocemos. Por ejemplo, la guerra diaria de quienes tratan de sacar adelante su familia tanto a un lado como al otro de Gaza donde la vida no es nada fácil debido a las escasas oportunidades de empleo, la carestía de los precios, los miedos y la incertidumbre. Se precisa mucho valor para abrir cada día el cierre de un pequeño local con mercancías baratas sabiendo que tus vecinos palestinos poco pueden comprar más allá de lo necesario o para acumular empleos a tiempo parcial para poder costearte los estudios que nadie regala a los jóvenes israelíes. Su objetivo estratégico no es otro que llegar a fin de mes y, si acaso, disfrutar de su descanso cada viernes o sábado antes de volver a pelear por la vida.
Junto a ellos, hay muchos otros en guerra consigo mismos que se afanan por generalizarla a los demás. Son guerras –causas- heredadas que sus antecesores no pudieron ganar pero que les relatan para que las luchen por ellos. Educados en el odio y la venganza y tuneados con la iconografía sectaria, los más jóvenes deambulan en manadas vociferantes intimidando a los moradores musulmanes de la ciudad vieja de Jerusalén o se afilian a la milicia más radical para demostrar su hombría. Detrás de ellos, y menos dispuestos al martirio, están quienes abren o cierran la válvula de presión según sus oportunidades electorales (ninguna acción militar israelí es ajena a las politiquerías) o la lucha por el liderazgo revolucionario (Hamas aspira a desplazar a la Autoridad Palestina).
Como resultado, la violencia estructural condiciona la vida de unos y otros. En los mejores momentos se ven sujetos a las ocupaciones de pisos, asentamientos o coacciones que favorecen su desplazamiento étnico, religioso o laico de sus lugares de origen. En los peores momentos, como el actual de enfrentamiento armado, los habitantes de Gaza se ven utilizados como escudos por quienes se alojan en sus casas o convertidos en blancos israelíes por quienes disparan cohetes desde sus calles. Al otro lado del muro, los jóvenes israelíes –ellos y ellas- tienen que abandonar sus trabajos y estudios cuando se les moviliza mientras que niños y mayores viven atados a un refugio y pendientes de las sirenas.
Para quienes no vivimos en Israel, la guerra que cuenta es la que aparece como espectáculo de sangre y fuego. Cuando se alcance un alto el fuego, nos olvidaremos de las otras guerras que no se ven: las de quienes luchan por su supervivencia y la de quienes sólo viven para luchar.