Cuando China ingresó en la Organización Mundial del Comercio (OMC), en 2001, lo hizo como país en vías desarrollo. Más de tres lustros después, su condición ha cambiado, pues es la segunda economía del mundo. La OMC no ha servido para disciplinar a China, que es lo que busca Donald Trump (y en parte, aunque con la boca más pequeña, los europeos), sino para globalizarla. Y Trump quiere parar que China supere a EEUU en materia tecnológica. Detrás de la guerra comercial –pues lo que era una rencilla se está convirtiendo en tal– que ha puesto en marcha el actual presidente estadounidense, hay un conflicto de percepciones. Como se ha dicho, Trump ve a China como un país rico con muchos pobres, y China se ve a sí misma como un país pobre con muchos ricos.
El conflicto de percepciones, con consecuencias políticas, va más allá. La Administración Trump, ahora con un equipo más coherente y apiñado, ve a Europa como una serie de países ricos que EEUU defiende a su costa. Por ello les pide a los europeos que gasten más en su propia defensa, eso sí, comprando armamento norteamericano. Los europeos gastarán más, pero prioritariamente en sus propios sistemas. Así, a proyectos europeos se dedicarán, si se aprueban, los 13.000 millones de euros que propone la Comisión para el nuevo Fondo Europeo de Defensa.
La Administración Trump ve también Europa a través del prisma alemán, un país que mantiene un superávit comercial que preocupa en primer lugar a los propios socios de Alemania en la UE. De ahí que las subidas de aranceles por parte de EEUU vayan dirigidas esencialmente contra Alemania, con la espada de Damocles sobre los automóviles, un elemento exportador alemán básico. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, NAFTA en inglés) con Canadá y México lo ve esta Administración no sólo como una antigualla (lo es, de 1992) sino que considera que ha beneficiado a sus dos socios antes que a EEUU, lo cual es más que discutible.
Los europeos, por su parte, tienden a ver a Trump más como una causa que como un síntoma de lo que está ocurriendo: otro conflicto de percepciones, que dificulta soluciones. Desde Europa no hay que contar con que si Trump pierde las próximas elecciones, de 2020, la política comercial de EEUU vaya a cambiar sustancialmente. Primero, porque a estas alturas nada dice que las vaya a perder. Segundo, porque los demócratas tampoco abrazan con entusiasmo el libre comercio, menos aun cuando los ciudadanos de EEUU perdedores del libre comercio (en sus empleos y salarios, aunque no sea como consumidores) han votado más por Trump.
Según los datos aportados por el Círculo de Empresarios, los principales países con los que EEUU mantiene un déficit comercial son China (47,1%), México (8,9%), Japón (8,6%), Alemania (8,1%) y Vietnam (4,8%); con la UE en su conjunto, el 19%. Pero las estadísticas suelen ser para un modelo antiguo. El comercio digital no aparece en muchas cuentas, ni una parte creciente del que es el comercio de datos, crucial en la actualidad, que no está cubierto por la Organización Mundial de Comercio (OMC). No se aplican las mismas reglas off line que on line, aunque la regulación tiende a aumentar en este último ámbito.
La Administración Trump se escuda en la cláusula de seguridad nacional para su proteccionismo. Mas, realmente, ¿qué tiene que ver la seguridad nacional con, por ejemplo, la importación de automóviles (o aceitunas) en tiempos de paz? Como le gusta decir con sorna al ministro alemán de Asuntos Exteriores, Heiko Maas, las calles y las carreteras de EEUU “están más seguras con coches alemanes”. Además, Trump le ha puesto un cerrojo a la OMC, donde se deberían dilucidar estas diferencias. Desde hace un año viene vetando todos los nombramientos judiciales en la cámara de apelación de siete jueces en la Organización que es las que tiene que dirimir disputas comerciales.
Dicho esto, la OMC está necesitada de cambios en profundidad. Como señalaba en la reciente Cumbre sobre Soluciones Globales (Global Solutions 2018) en Berlín, Pascal Lamy, que fue su director general entre 2005 y 2013, la OMC es una organización en la que mandan de modo absoluto sus Estados miembros. Es decir, que la dirección o la secretaría general (a diferencia de la ONU y, no digamos ya, de la UE) tienen poca capacidad de iniciativa. Debería cambiarse este aspecto, entre otros.
Muchos de estos problemas son anteriores a Trump. No todo es culpa suya. Poco ha logrado la OMC en términos de acuerdos comerciales multilaterales desde 1994. De ahí que las Administraciones posteriores, incluyendo la de Obama, impulsaran tratos bilaterales, con la excepción de los acuerdos transpacífico –TPP– o transatlántico –TTIP–. Éste último lo socavó en la campaña electoral de 2016 no sólo Trump sino también su rival demócrata, Hillary Clinton. Se ha visto que el G7 no es el foro adecuado para empezar a resolver estos entuertos. Pero probablemente tampoco lo es el G20. Son útiles para explayar las desavenencias, hablar y desbrozar caminos. Pero se requieren instituciones, y las formaciones G no lo son.
Lamy insiste en que necesitamos un nuevo acuerdo, un nuevo equilibrio, sobre la globalización. Cabe recordar que entre 1870 y 1914 la globalización se salvó porque, al menos en el mundo anglo, se forjó una alianza o una coalición entre los liberalizadores y los reformadores sociales, como bien ha recordado Suzanne Berger. Ahora hay proteccionistas, pero los reformadores sociales han perdido perfil.
¿Estamos en un proceso de desglobalización? Con la salvedad, ya mencionada, del comercio digital, hoy el global y los flujos de inversión internacional se están frenando, según el último World Investment Report de la UNCTAD. Ello cuando, como señala el argentino Jorge Argüello, de Embajada Abierta, el coste de la desglobalización es hoy más alto que hace 20 o 30 años. Para todos.