En el próximo congreso del Partido Comunista Chino (PCCh) en el otoño, el actual secretario general y presidente del país puede llegar a acumular más poder que ninguno de sus predecesores, Mao exceptuado, e incluso romper la regla no escrita, posterior al Gran Timonel, de permanecer en el cargo más de dos mandatos. Ya el partido ha designado a Xi Jinping como “líder central”, lo cual indica que es mucho más que un primus inter pares en el Comité Permanente de siete miembros del Politburó. No sólo puede concentrar más poder, sino que lo necesita para llevar a cabo una serie de reformas –entre ellas, para la lucha contra una corrupción que se ha vuelto estructural, y algunas reformas económicas–.
En esta línea, en una reciente entrevista en la Revista Elcano, Michael Pettis, catedrático de Finanzas en la Escuela de Negocios de la Universidad de Pekín, considera que “a menos que el poder se centralice aún más, Pekín no puede forzar las necesarias transferencias de riqueza de los ‘intereses creados’ a los hogares ordinarios”. Por aquellos se entienden los individuos, familias o grupos que se benefician del sistema con prácticas corruptas –multiplicadas con el crecimiento económico de los últimos lustros–, que implican colusiones entre la burocracia y los negocios, y dentro de la primera, que, además, frenan las reformas económicas necesarias.
Aunque tiene un coste para él en las estructuras políticas, Xi Jinping sabe, y lo dice, que esta lucha contra la corrupción es una de las cuestiones que exigen los chinos de forma mayoritaria, y allí, aunque no sea una democracia, la opinión pública también existe y pesa, aunque carezca a menudo de los cauces habituales de expresión en los sistemas liberales. No obstante, los enjuiciamientos por corrupción han caído por primera vez el año pasado.
Esa redistribución del poder se debe hacer con mano de hierro, no liberalizando en términos políticos. Pettis añade que “si lo logra, China podría ser capaz de alcanzar un promedio de crecimiento del 3% en las próximas décadas, con una mejora para los hogares. Si no es así, el crecimiento de China será mucho menor, e incluso puede colapsar”. Dado el envejecimiento de su población, en la próxima década, y para garantizar el bienestar y el pleno empleo, como bien recoge un análisis de Natixis, la economía china ya no necesitará crecer a ritmos superiores al 6% anual, sino que bastará un 3%. Esto explica también en parte su actual énfasis en la automatización y la robotización.
Pero economía y política van de la mano. Como, entre otros, señalara Martin Wolf, Xi Jinping, convencido de que sólo el sistema comunista puede garantizar la estabilidad de China y su prosperidad, busca impulsar a la vez más leninismo y más mercado, si es que en último término son compatibles.
Para realmente impulsar la innovación económica y tecnológica más allá de lo que lo está haciendo, que no es poco pero sí insuficiente, el sistema se ha de liberalizar en términos de circulación de la información. Recientemente en Pekín, y en otros lugares, algunos investigadores jóvenes (en ciencias sociales en este caso) se quejaban de no tener un acceso normal a Internet, por ejemplo, para consultar libremente los papers de investigadores en Occidente, especialmente en EEUU. El gran cortafuegos chino –en el que trabajan millares de personas– se lo impide. Esta es una contradicción esencial para el sistema chino, que como señalaba un artículo publicado en el China Daily, si pierde la ventana de oportunidad del “período de reforma” puede entrar en un “período de tortura”, también para el propio Xi Jingping. Deng Xiao Ping, el gran arquitecto la China moderna, pidió en su día “abrir las ventanas para dejar entrar aire fresco”. Lo que se puede estar preguntado Xi es cuánto abrirlas.
Aunque Shanghái está en los puestos educativos más altos en los rankings de las pruebas de PISA, las autoridades chinas intentan fomentar una educación que impulse la creatividad y la innovación en los alumnos, lo que no siempre se consigue en un sistema sumamente exigente y centrado en la memorística. Está por ver si se consigue sin mayor liberalización de la información, y si esta no llevará a mayores exigencias de liberalización (antes que democratización) política.
El dilema se transforma en trilema ante el otro desafío que puede tener que afrontar Xi Jiping: el terreno internacional. Aunque Pekín puede recuperar credibilidad regional e incluso global tras el hundimiento del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP), la llegada de Trump a la Casa Blanca, con su actitud antichina y pro Taiwan, sus amenazas de aranceles y un posible uso de la fuerza armada en el mar del Sur de China, puede poner en apuros a Xi Jingping y obligarle a reforzar su posición a la vez nacionalista y globalista (como a este respecto demostró en el Foro Económico Mundial en Davos, si bien se trata de un globalismo no liberal). Hay un peligro de guerra comercial, de divisas y de algo más que tensiones militares.
En todo caso, no se trata de un regreso a 1820 cuando China era la mayor economía del mundo pero sus intereses eran regionales. Ahora está volviendo al primer puesto económico, esta vez con intereses globales. Impulsa instituciones para un orden global paralelo, aunque sólo sea en un 50%, pues está también en las habituales del llamado “orden global liberal”. Esta dimensión externa también se reflejará en la lucha interna de poder que está viviendo el sistema. Para George Soros, si en un par de años no funcionan las reformas económicas que impulsa Xi, el sistema se convertirá en un Estado “represivo dentro y agresivo fuera”. Qué duda cabe que Trump influirá, indirectamente, en lo que pase en China. Y viceversa.