Durante la Conferencia Europea de Seguridad en Múnich, celebrada el pasado fin de semana, algunos medios informativos han subrayado la falta de ministros de primera línea del gobierno británico, que siempre ha estado presentes en este foro internacional. Las interpretaciones son para todos los gustos y las explicaciones oficiales no han convencido demasiado porque se han amparado en los consabidos problemas de agenda. Cuando se ha acuñado “Global Britain” como eslogan del gobierno, suena un tanto extraño, y no faltan analistas que atribuyen esta desaparición a Dominic Cummings, el cerebro gris de Johnson, uno de tantos personajes que ha contribuido a hacer de la política una labor de consultoría, o si se quiere una labor de marketing. En Gran Bretaña, o en cualquier otro país, es legítimo hacer uso de los consejos que permitan concurrir a las elecciones con ciertas garantías de éxito. Lo que resulta preocupante es que el consultor no solo quiera que su cliente gane unas elecciones, sino que también pase a ocupar un lugar prominente en la historia. En ese caso hay motivos para contemplar el futuro con inquietud porque cuando alguien se propone pasar a la historia, generalmente suele hacerlo a costa de la propia historia, pues las enseñanzas del pasado significan muy poco para él.
Esta reflexión viene a cuento de un libro de Brendan Simms, profesor de historia de las relaciones internacionales en la universidad de Cambridge. Simms es un buen conocedor de la historia británica, en particular de la época contemporánea. En Britain´s Europe. A Thousand Years of Conflict and Cooperation, publicado en 2015 y recientemente reeditado, presenta en un estilo ágil y bien argumentado el último milenio de las relaciones de Gran Bretaña con el continente europeo. Este libro, recomendado por un amigo que lo adquirió hace poco en una librería de Piccadilly, salió unos meses antes del Brexit, pero el historiador acertó plenamente al pronosticar lo que iba a suceder. Es una obra útil para comprender que el Brexit no estalló de la noche a la mañana.
Los Remainers no quisieron verlo, probablemente porque había una cierta tradición de primeros ministros europeístas, sobre todo en el partido conservador desde Edward Heath. Ni siquiera Margaret Thatcher llegó a dar el paso, pese a su combativo discurso en el Colegio Europeo de Brujas en 1988, en defensa de la soberanía británica frente a los burócratas de Bruselas. El conservador John Major también quiso situar a Gran Bretaña en el núcleo rector de la UE, aunque siempre recalcando, como era tradicional en la política exterior británica, el modelo de cooperación intergubernamental frente al de integración. Luego llegó Tony Blair, cuyas dosis de europeísmo superaron las precedentes y las venideras. Blair barajó incluso adherirse al euro y fue uno de los artífices de la ampliación de la UE a Europa central y del este. Pero Simms deja caer que el laborista cometió un grave error, que, en mi opinión, perjudicaría enormemente no solo a Gran Bretaña sino a la propia UE. Optó por apoyar a la Administración Bush en la guerra de Irak y esto produjo una fractura en Europa al posicionarse el eje franco-alemán en contra de la intervención. Esta discrepancia contribuiría a distanciar a Londres del núcleo central de la Unión. No lo dice Simms, pero me atrevo a preguntar si el error fue solo de Blair o también fue aprovechado por París y Berlín para marcar territorio y excluir a los británicos del puente de mando. Las luchas internas en el laborismo marcaron el relevo de Blair en 2007 y luego llegó la crisis financiera de 2008, en la que Gran Bretaña pudo respirar aliviada por no haber abandonado prematuramente la libra. La victoria de los conservadores en 2010 estaba asegurada, aunque los eurófilos mantuvieron su tranquilidad porque el partido de David Cameron no tenía mayoría absoluta y los laboristas tenían necesidad de los liberales-demócratas del europeísta Nick Clegg.
Brendam Simms recalca el hecho de que en las filas de los diputados tories habían aumentado el número de diputados euroescépticos. Ya no era el partido de Heath, pero tampoco el de Thatcher, y David Cameron era solo un comprador de tiempo, el hombre que no quería alterar el statu quo de la relación con Europa y tampoco quería ir más allá. No demostró demasiado entusiasmo en el referéndum del Brexit. Era un trámite molesto por el que había que pasar de puntillas y quizás hubiera sido de ese modo si no fuera por otro factor, recalcado especialmente por Simms: el nuevo líder laborista, Jeremy Corbyn era un euroescéptico convencido. De hecho, en el referéndum de 1975, organizado por el gobierno laborista de James Callaghan, mostró sus preferencias por el no a Europa. El viejo laborismo izquierdista de la posguerra, el que veía en el mercado común europeo un peligroso instrumento del capitalismo, había vuelto a escena. Por todo esto, Brendan Simms pronosticaba el triunfo del Brexit antes de que sucediera, más allá de las habituales explicaciones sobre el voto rural y el urbano, o el de los jóvenes y los mayores.
Si algún día Simms hace una nueva edición, debería añadir que el Brexit, instrumento político para la conquista del poder en el partido conservador, no admitía posiciones tibias, sino que inauguraba la llegada de un político arrollador, de los deseosos de hacer historia a toda costa. Pero sería injusto asegurar que Boris Johnson ha marcado un nuevo giro en las relaciones de Gran Bretaña con Europa. Es el continuador de Cameron, el político que anunció la retirada de tropas británicas en Alemania, que permanecían allí desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Estaba prevista su permanencia hasta 2035, pero se anunció que antes de 2020 se produciría el repliegue definitivo. Ni que decir tiene que Johnson continuará esta misma línea. La frontera de Gran Bretaña ya no está en el Rhin ni más hacia el este como en otros momentos del siglo XX. Ha vuelto a situarse en Dover. Solo así se comprendería por qué Gran Bretaña se ha mantenido al margen del conflicto de Ucrania desde 2014, algo por lo que también se pregunta nuestro historiador. La labor mediadora entre Rusia y Ucrania la han llevado exclusivamente Francia y Alemania en el marco del Cuarteto de Normandía.
Brendan Simms estudia en su libro la política de equilibrio en el continente europeo que defendió tradicionalmente Gran Bretaña desde la paz de Westfalia. En los momentos en que ese equilibrio se alteraba, con Napoleón o la Alemania de la primera mitad del siglo XX, los británicos se consideraban en la obligación de intervenir, pues consideraban en riesgo su propia seguridad. Las amenazas actuales no son tanto militares sino de índole política, económica o social, y como bien resalta Simms, no cabe hacerse la ilusión de que una política aislacionista ayudará a mitigarlas. Dicho de otro modo, el fracaso del proyecto europeo sería una amenaza para la seguridad de Gran Bretaña. Lo dice Simms, pero desgraciadamente muchos no están seguros de que el actual gobierno de Londres, y sus asesores, lo tengan tan claro. Me pregunto si un resultado adverso para los actuales gobernantes de Francia e Italia en futuras elecciones, con el ascenso de los respectivos populismos, sembraría las alarmas en Londres o solo serviría para reafirmarse en que el Brexit fue la opción correcta.
Los intereses de la política interna han cuestionado la existencia de una Gran Bretaña europea, que pretende sustituirse ahora por una Gran Bretaña global. Pero el riesgo es que aparezca una “Inglaterra global”, pues el Brexit supone, ante todo, el triunfo del nacionalismo inglés, con el que muchos escoceses e irlandeses no se sienten a gusto. Además, para que ese nacionalismo sea global necesita de la plena concurrencia de EEUU. Se pueden hacer muchos discursos con referencias a Churchill y Roosevelt, o a Thatcher y Reagan, pero la retórica no sirve por sí sola para forjar intereses.