La globalización y la revolución tecnológica van de la mano, de forma ya inseparable. Pero es necesario que ambas giren en torno a la persona humana y, por ello, que sean más inclusivas, que vuelvan a conectar la marcha de la economía con la marcha de la sociedad, al menos de algunas sociedades. Es decir, provocar un re-acoplamiento, en vez de un desacoplamiento que ha llevado a cuestionar la globalización, y ahora la tecnologización, con un proteccionismo supuestamente protector, valga la redundancia. De ello se han empezado a percatar –¿tarde o demasiado tarde?– muchos gobiernos, por sí solos o en marcos colectivos, y muchas grandes empresas que tienen su reflejo en el Foro Económico Mundial (WEF, World Economic Forum).
Éste, de cara a su encuentro anual en los Alpes suizos, en Davos en enero, ha hecho suya la expresión Globalización 4.0 para expresar esa deseable situación, en la que la innovación avanza a una enorme velocidad. El Foro globalizador por excelencia rehúye ahora por ideológico –por “dar prioridad al orden global neoliberal sobre los intereses nacionales”– el “globalismo”, que Trump ha vilipendiado. Defiende la globalización como “fenómeno impulsado por la tecnología y el movimiento de ideas, personas y bienes”. El WEF reconoce que “debido a la lenta y desigual recuperación en la década desde la crisis financiera global, una parte sustancial de la sociedad se ha vuelto desafecta y amargada, no solo con la política y los políticos, sino también con la globalización y el conjunto del sistema económico que sostiene”. Y de ahí, “en una era de amplia inseguridad y frustración”, el creciente atractivo de los populismos como alternativa al statu quo. Según el Foro, son los populistas los que confunden globalismo y globalización.
Cerrar esa brecha requiere empezar a reconocer que la nueva economía ya ha supuesto una disrupción a gran escala para las economías y para millones de trabajadores en el mundo, a pesar de que el paro se pueda estar reduciendo a escala global. Por lo que se requieren “nuevas normas, estándares, políticas y convenciones globales para salvaguardar la confianza del público”, y, cabe añadir, salvaguardar la globalización, que ha de cobrar una forma diferente a la de los últimos lustros.
También la cumbre del G20 en Buenos Aires –10 años después de la primera para abordar la crisis financiera global que se había disparado–, en su comunicado final ha ido avanzando en este terreno para defender una globalización más inclusiva, más humanizada, porque, de otro modo, se detendrá en perjuicio de cientos o miles de millones de habitantes del mundo. En la capital argentina, pese a la tregua comercial entre Trump y Xi Jinping, se ha puesto de relieve que la globalización está en peligro si no se doma, y no sólo por los aires proteccionistas y restrictivos que soplan de Washington, sino por los efectos políticos del citado desacoplamiento entre la economía y las sociedades, al menos una parte importante de ellas.
El comunicado del G20 –que pocos leen pero que cuesta inmensos esfuerzos diplomáticos negociar–, ha avanzado en profundidad y extensión a este respecto, el de la inclusividad, desde la anterior cumbre anual en Hamburgo que aprobó un Plan de Acción al respecto. No obstante, la mayoría de las medidas a tomar son nacionales, eso sí a coordinadas, muy especialmente de cara a esa agenda global que supone la de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU para 2030. El G20 ha reconocido las oportunidades, pero también los peligros, que conlleva la revolución tecnológica. Admite que, en materia de futuro del trabajo, estamos en una transición y hay que ayudar a la gente en estos trances, e impulsar que la pequeña y mediana empresa lleve a cabo su transformación digital, pues anda regresada, un problema general. El crecimiento económico no puede ir solo, sino acompañado de seguridad para las personas y su distribución ser más equitativa, como plantea ahora Japón desde la recién asumida presidencia del G20 para los próximos meses.
No es algo que corresponda únicamente a los gobiernos, a los Estados, sino también al sector privado. Ya no son sólo los Estados los que aportan bienes públicos. También las empresas privadas, aunque se beneficien de ello, como ya hemos señalado respecto a aplicaciones de Google, por ejemplo. La cooperación público-privada se ha vuelto esencial a escala global. Como indica el WEF, esta colaboración “va de aprovechar el sector privado y los mercados abiertos para impulsar el crecimiento económico en aras del bien público, con la sostenibilidad medioambiental y la inclusividad social siempre presentes. Pero para determinar el bien público, debemos antes identificar las causas en la raíz de la desigualdad”. Bien gestionada, la revolución tecnológica podría reducir esa desigualdad. Mal, o dejada a su albur, la aumentará. Irreconocible Foro Económico Mundial, preocupado por las causas profundas de los populismos que van contra la globalización. preocupación que va ganando peso en el G20, a pesar, incluso de la presencia activa de Trump en su seno.
La Cumbre Iberoamericana, celebrada en Antigua (Guatemala) en noviembre, también se pronunció a favor de una inclusividad general, que ha de tomar en cuenta el factor del género y de la juventud.
Es decir, que, aunque no se cuantifique y se establezcan objetivos monitorizables, hay al menos una toma de conciencia más general, ante el presente y de cara a construir una sociedad futura que gire en torno a las personas, humano-céntrica, y no en torno a las cosas, por muy tecnológicamente avanzadas que sean. Es más, la tecnología puede y debe contribuir a estos fines. Japón en esto va por delante con su concepto de Sociedad 5.0 que pone a la persona y a la sociedad en el foco del necesario e imparable cambio tecnológico, y no a la industria como tal (como hace la estrategia alemana de Industria 4.0). Aunque es el temor a quedarse Japón rezagado en esta Cuarta Revolución Industrial el que está en el origen de la iniciativa del gobierno de Shinzō Abe. Claro que en todo esto, del dicho al hecho hay un trecho, pero si no se habla de ello, si no se dice, si no se debate, no se recorrerá el camino necesario no ya para avanzar, sino para no retroceder.