El referéndum para la independencia del Kurdistán iraquí, previsto para hoy 25 de septiembre, representa otro ejemplo de la fragilidad de los mapas en una región que no solo fue configurada en sus fronteras por el acuerdo Sykes-Picot (1916) sino también por la Conferencia de El Cairo (1921), auspiciada por Winston Churchill, ministro de colonias en el gobierno de Lloyd George. De esos días del comienzo de la primavera de 1921 existe una muy difundida fotografía de los participantes en la reunión, cuyas sesiones se realizaron en el lujoso hotel Semiramis de la capital egipcia. En la imagen destacan Churchill, después de haber sido derribado por un poco dócil camello que le causó magulladuras en una mano; Lawrence de Arabia, a punto de ocultarse en una vida de anonimato militar que fue la respuesta a sus sueños frustrados en Oriente Medio; y Gertrude Bell, la mujer calificada de “reina del desierto” o “reina sin corona de Mesopotamia”. Un personaje con ciertas similitudes con Lawrence: estudiante en Oxford, con idéntica fascinación por la arqueología y el mundo árabe, y vinculada también al servicio de inteligencia británico.
Gertrude Bell, oscurecida por la sombra de Lawrence, y en especial por sus libros y películas, conoce un renacer del interés por su figura. La universidad de Newcastle conserva unos valiosos archivos para los investigadores, se han ido publicando biografías con profusa información, en julio pasado se estrenaba en EEUU el documental Letters from Bagdhad, de las realizadoras Sabine Krayenbühl y Zeva Oelbaum, y poco antes Nicole Kidman había encarnado a esta singular mujer en un film dirigido por Werner Herzog. La vida de Bell, de orígenes ricos y refinados, daría para muchos relatos novelescos y cinematográficos. En ella encontramos, por ejemplo, la historia de una hija muy unida a su padre, el magnate sir Hugh Bell, y desilusionada por un amor imposible, el del teniente coronel Charles Doughty-Wylie, que murió en el desembarco de Gallipoli en 1915. Pero también podemos descubrir a la mujer que escaló un pico de 2600 metros en los Alpes suizos que lleva su nombre, a la estudiosa que traducía poemas de amor del antiguo persa o a la arqueóloga que excavó en ruinas hititas y babilonias, además de impulsar la creación del museo de arqueología de Bagdad, saqueado durante la invasión de Iraq en 2003. Y no falta tampoco una muerte sumida en el misterio, tras una sobredosis de somníferos, el 12 de julio de 1926, dos días antes de cumplir los cincuenta y ocho años. Sin entrar en especulaciones sobre un supuesto suicidio, lo único evidente es que Gertrude Bell había caído mucho tiempo atrás en un estado de melancolía, pese a quienes aseguraban que era la mujer más influyente del Imperio británico. Su correspondencia refleja una necesidad apremiante de cercanía humana, plasmada en su padre, madrastra y hermanastras, pues nada había obtenido de otros amores humanos, y no le colmaban las distinciones honoríficas. En cualquier caso, Bell tampoco parecía tener demasiadas ganas de regresar a su país natal y abandonar un Oriente Medio que le fascinó con poco más de veinte años.
Pero la Gertrude Bell novelesca puede interesar menos al politólogo de hoy, que quizás debería reflexionar sobre algunos de sus errores políticos, no achacables tanto a ella sino a la mentalidad de los gobernantes británicos de su tiempo. La citada Conferencia de El Cairo fue una iniciativa de Churchill que sirvió para crear el Irak actual, pero, aunque Bell se mostró en sus cartas muy satisfecha de los resultados, estos tuvieron no poco de improvisación en el afán de consolidar unas esferas de influencia que, tarde o temprano, darían muestra de su provisionalidad. El mito de una Gran Bretaña defensora y liberadora de los árabes se había venido abajo en 1919 con la gran rebelión de Mesopotamia, que todavía no se llamaba Irak, en la que participaron tanto suníes como chiíes. Por lo demás, Churchill se había dado cuenta de la sangría, humana y financiera, que supondría para su país mantener 40.000 soldados entre una población que consideraba a los británicos como ocupantes.
La solución pasaba por colocar en el trono a un hombre que nunca había puesto los pies en Mesopotamia: el emir Faisal, al que Lawrence de Arabia no pudo instalar en Damasco porque previamente los franceses habían diseñado con los británicos el mapa de Oriente Medio. En apariencia, Faisal tenía la ventaja de pertenecer a la familia de los hachemitas, descendientes del Profeta y guardianes de Medina y la Meca, aunque ese planteamiento, asumido por Gertrude Bell, no tomaba en consideración otros dos factores: la existencia de un nacionalismo iraquí de carácter laico, que no aceptaría a un rey extranjero, y las aspiraciones de los kurdos a un Estado independiente. Bell quería unidad y estabilidad para Irak, y temía que los chiíes constituyeran un Estado confesional que pudiera sumarse a la Persia chií de entonces, uno de los pocos territorios asiáticos no colonizados. Faisal era, en cambio, un musulmán suní y aunque estos representaban una minoría en Irak, si se unían a los kurdos, mayoritariamente suníes, podrían servir de contrapeso a los chiíes. Esta postura no era novedosa, pues también la habían puesto en práctica los anteriores dominadores otomanos, pero conllevó la frustración de los kurdos a los que las potencias occidentales habían prometido la independencia. Algunos autores señalan que Churchill habría dado su apoyo a la soberanía kurda, pero que Bell le hizo cambiar de opinión.
Faisal y sus sucesores, en su día, y Sadam Hussein, mucho después. Todos ellos representaban la estabilidad para Irak, pero kurdos y chiíes nunca aceptaron este estado de cosas. La fragilidad de los mapas, que contribuyó a diseñar Gertrude Bell, se hizo patente casi un siglo después.