El reciente estreno del film de Agnieszka Holland, Mr. Jones, es una excelente oportunidad para evocar a un joven periodista galés, Gareth Richard Vaughan Jones (1905-1935). Una vida corta, pero un trabajo intenso. Algunos hoy lo calificarían de periodismo de investigación, pero esa expresión resulta pobre, pues Gareth Jones conocía a fondo la lengua, la literatura y la historia de los países en que desarrolló su actividad. Esto le permitiría escribir análisis que iban más allá de la anécdota o de la mera descripción, porque cuando se profundiza en una determinada cultura, se pueden sacar una serie de conclusiones a las que no se habría llegado con una simple exposición de los acontecimientos del presente.
Sin embargo, Mr. Jones no ha gustado a todo el mundo. No es una cuestión de calidad cinematográfica si no que está relacionada con la guerra cultural que en nuestro mundo suele estar vinculada a la expresión “memoria histórica”. Dicha memoria está asociada a grandes hechos trágicos del siglo XX, y en este caso concreto responde a las fuertes controversias entre Rusia y Ucrania sobre lo que sucedió en suelo ucraniano en 1933. En Ucrania llaman Holodomor a la hambruna desencadenada en aquel año por la política de colectivización forzosa del campo impuesta por Stalin. Gareth Jones fue uno de los periodistas que denunciaron el hecho, aunque se encontró con la fuerte oposición del corresponsal de The New York Times, Walter Duranty, quien negó la hambruna pese a admitir que la colectivización estaba encontrando dificultades de todo tipo en su puesta en práctica. Pero esa batalla informativa y cultural que ha llegado hasta nuestros días no puede empañar el recuerdo de Gareth Jones, un joven idealista, en la realidad y en la película, que quiso mostrar la verdad de lo sucedido, no solo al régimen estalinista sino también a los gobiernos británico y estadounidense, que no deseaban empeorar sus relaciones con la URSS.
A mediados de la década de 1920 al joven Gareth Jones, que había estudiado en el Aberystwyth College en Gales y en el Trinity College de Cambridge, se le ofrecían tres caminos profesionales: el ingreso en la carrera diplomática, la asesoría de políticos con la tarea de revisar sus artículos y discursos, y los artículos periodísticos. En el primer caso, Jones no quería resignarse a pasar largos años en un trabajo burocrático en algún remoto lugar del mundo. Fue asesor, en cambio, del ex primer ministro David Lloyd George, un hombre que incurría en esta paradoja: admiraba los supuestos éxitos económicos y tecnológicos de los regímenes de Stalin y Mussolini. Los consideraba un paradigma de modernización para unos países atrasados, aunque un político liberal, como él, no hubiera querido la implantación de Gran Bretaña de un régimen totalitario. Con el paso del tiempo, Jones descubriría, como tantos asesores a lo largo de la historia, que la mayoría de los políticos no suelen cambiar sus juicios previos, pese a la opinión de los expertos. Es el asesor el que finalmente se adapta al político, y no a la inversa.
Quedaba, en consecuencia, la opción del trabajo periodístico, algo que acaso condicionaría menos su búsqueda de la verdad, aunque Jones también comprobaría que los hechos pueden ser manipulados o relativizados por el grupo empresarial al que pertenece el medio de comunicación. Eso le sucedió con el magnate de la prensa, William Randolph Hearst, quien difundió los artículos de Jones sobre la hambruna en beneficio de sus ideas anticomunistas, opuestas además a la política del New Deal de Roosevelt. Probablemente esta difusión contribuyó a la muerte prematura de Jones, asesinado en circunstancias oscuras por unos bandidos chinos en Mongolia el 12 de agosto de 1935. Detrás de esta muerte se vio la sombra de Stalin o de los imperialistas japoneses que preparaban una guerra contra China.
“Si este avión se estrellara, cambiaría la historia de Europa”. Son las palabras que escribe Gareth Jones tras haber sido el primer periodista extranjero en subir al avión de Adolf Hitler el 23 de febrero de 1933, pocas semanas después de haber sido nombrado canciller de Alemania por el presidente Paul von Hindenburg. Durante el vuelo Jones se pregunta cómo aquel hombre, de apariencia insignificante, es aclamado por millones de alemanes. No le entrevista. Solo le saluda y le observa. Nota que su mano es firme, pero sus ojos carecen de emoción. A su lado, hay otro hombre, de ojos brillantes y que no para de reír en todo el tiempo. Es Joseph Goebbels, el cerebro gris de Hitler, cuya locuacidad contrasta con los silencios de su líder. Jones observa una transformación en el Führer nada más llegar a Frankfurt, su destino. El Hitler que parece comportarse de modo natural, aunque tenga una expresión infantil, se ha transformado en un Hitler compulsivo, representante de una tremenda fuerza nacionalista que ha surgido para vengar las humillaciones de Alemania. Con estas imágenes, a Gareth Jones le basta para pronosticar cómo Alemania vive un golpe de estado progresivo, sin apenas violencia, en las que las instituciones de la república de Weimar se diluyen en el camino hacia una dictadura, en la que Hitler será adorado por las masas. En el film Mr. Jones hay una breve escena en la que políticos y hombres de negocios británicos se ríen de las observaciones sobre Alemania del periodista, quien también pronosticará que la guerra estallará por la cuestión del corredor de Danzig. Las élites británicas no ven un peligro en el nazismo, pues puede servir incluso de colchón protector contra el comunismo. Es muy probable que si Gareth Jones hubiera vivido, habría afilado su pluma contra la política británica de apaciguamiento.
“No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos”. A ciencia cierta, no sabemos quién inventó esta frase, que George Orwell hubiera hecho suya, pero que se suele atribuir al periodista Walter Duranty, corresponsal en Moscú de The New York Times y galardonado en 1932 con el premio Pulitzer por sus reportajes sobre la Rusia de Stalin, una auténtica apología de los planes quinquenales. Duranty creía tanto en la modernización de Rusia, entendida como un país en el que todos deberían de ser ingenieros, que veía como meros accidentes del camino los costes humanos y sociales. En el film de Holland, dice con énfasis que “se trata de un ideal más grande que uno mismo”. Nadie tiene derecho a cuestionarlo, ni siquiera con noticias de la hambruna denunciada por Jones. De hecho, Duranty visita Ucrania en septiembre de 1933 y escribe que no hay hambre, y que los campesinos aceptan la colectivización. Sin embargo, Jones conoce la historia rusa mucho mejor que Duranty. Recuerda en uno de sus artículos que algunos visitantes británicos de la Rusia zarista volvían a Londres haciéndose eco de la lealtad del pueblo a su emperador. Esto no había cambiado demasiado en la época de Stalin. Pero además Jones ahonda en la verdadera naturaleza de un régimen que rinde culto a las máquinas y abre por todas partes escuelas politécnicas, y que entiende la Historia como una perpetua lucha de clases. En consecuencia, todo está subordinado a ese fin político, incluso las actividades del espíritu como el arte, la música y la literatura. Pese a todo, Jones pronostica la inviabilidad a largo plazo del sistema comunista. Se le oponen dos obstáculos: la originalidad de la mente rusa y la pasión humana por la libertad, que se acaba intensificando bajo una tiranía. Gareth Jones subraya la paradoja de que la difusión de la educación, fomentada por el régimen, contribuirá al deseo de libertad.