Esta semana se ha celebrado una reunión urgente de los ministros sanidad del G7, convocados por Reino Unido, para tratar la nueva variante ómicron. La declaración de la última cumbre del G20, celebrada en Roma a finales de octubre, enfatizaba la importancia del multilateralismo en la lucha contra la pandemia y las consecuencias económicas que de ella se deriven. Y este lunes se reunía también de urgencia la Organización Mundial de la Salud (OMS) para discutir mecanismos de acción común, particularmente en el acceso mundial a la vacuna.
La pandemia ha intensificado los debates sobre la necesidad de coordinación de políticas nacionales ante un problema que es por definición global. Al igual que con la crisis climática, la imposibilidad de solución mediante la actuación exclusiva en los espacios nacionales obliga a adoptar respuestas coordinadas entre Estados. Pero al mismo tiempo se han exacerbado los enfrentamientos nacionales, descoordinado las políticas incluso dentro de los propios Estados y dudado de las instituciones multilaterales a las que en principio les correspondería liderar la toma de decisiones. La mera existencia de instituciones multilaterales, con estructura formal y funciones definidas desde hace décadas, no ha implicado la toma ágil de decisiones ni la desaparición de la diversidad de intereses nacionales. De hecho, conforme aumenta el grado de representatividad incorporando nuevos miembros, incrementa también la dificultad de adoptar decisiones comunes y la probabilidad de que éstas no satisfagan a todos por igual. Y todo ello no ha impedido el desarrollo de foros intergubernamentales paralelos de toma de decisiones.
El surgimiento de estos Grupos se sitúa en episodios de crisis marcadamente económicas y en el impulso a las reformas del FMI. El G7 –formado por Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia Japón y Reino Unido– en el contexto de la crisis de los 70, y el G20 tras las crisis asiáticas de los 90, formado por todos los anteriores además de varios países emergentes –Argentina, Arabia Saudí, Brasil, China, India, Indonesia, México, Rusia, Sudáfrica y Turquía-, de otros países desarrollados, como Australia y Corea del Sur, de la UE como institución y de España como invitado permanente. La materialización del G20 fue en buena parte vista como la consolidación del proceso de globalización, que irremediablemente interconecta países, y como la aceptación de la necesidad de ampliar la diversidad de participantes en las discusiones de carácter global. Y con el paso de tiempo la agenda del G20 se ha ido ampliando hacia cuestiones que transcienden lo meramente económico. Pero ¿qué representa exactamente el G20? ¿son las economías más grandes, desarrolladas o industriales? ¿o son los países de mayor presencia global?
Si consideramos el PIB –en dólares corrientes– como indicador de tamaño, la representatividad del G20 es bastante precisa. Sobrarían Argentina y Sudáfrica, y faltarían España y Países Bajos, pero hay que tener en consideración que la UE es miembro y España desde 2008 es considerado invitado permanente. Poco tiene que ver en cambio si el criterio de tamaño es la población, ni tampoco representa exactamente a los países más industriales –en valor añadido bruto industrial sobrarían Argentina, Australia y Sudáfrica, y faltarían España, Emiratos Árabes Unidos y Tailandia–, ni mucho menos los más industrializados según el peso de ese sector industrial sobre sus respectivos PIB. Unas diferencias que son igualmente palpables si nos centramos en los miembros del G7, donde es tan notoria la presencia de Italia y Canadá como la ausencia de China e India.
El G20 tampoco coincide con los países de mayor presencia global, ni de mayor presencia económica, ni militar, ni blanda. Entre los 20 primeros puestos de la clasificación de presencia global se encuentran España, Suiza, Bélgica, Singapur e Irlanda –que también aparecen en los primeros puestos de la clasificación de presencia económica–, pero no Argentina, Brasil, México, Indonesia o Sudáfrica. Es cierto que una de las aspiraciones del G20 era incrementar el equilibrio de la representatividad geográfica de las distintas regiones del mundo. Pero 20 años después de su constitución algunos de los presuntos emergentes no han emergido, y en algunos casos han surgido otros. Así, en el ranking de presencia militar desatacan países africanos como Etiopía o Uganda, y Nigeria triplica la presencia blanda de Sudáfrica.
Si agregamos los registros de presencia global de los países miembros actuales del G20 –sin incluir a la UE– y lo comparamos con el G7, se aprecia el mayor dinamismo del primer grupo. La presencia global del G20 era 1,3 veces superior a la del G7 en 1990, y en 2020 es 1,5 veces mayor. La diferencia en el ritmo de crecimiento se hace notable a partir de 2010, cuando la crisis impactó especialmente a los países europeos afectando a su proyección exterior. Pero si descontamos de estos grupos los registros de EEUU y China, el resultado cambia notablemente. En primer lugar, el crecimiento del G20 sin China desde 2012 es mucho menor, prácticamente nulo; en segundo lugar, la ralentización del crecimiento del G7 descontado EEUU comenzaría a ser palpable desde 2005.
Al comparar las tasas de crecimiento de la presencia global de China, EEUU y la UE, queda claro el mayor crecimiento chino en todos los periodos, con la única excepción de 1995-2000 cuando fue superior el crecimiento de EEUU. Es cierto que partían de niveles muy diferentes a principios de los 90, pero desde 2013 China ocupa el segundo puesto del ranking de presencia global y se sitúa en los 7 primeros desde 2005, manteniendo el alto ritmo de crecimiento. También la UE ha mantenido un crecimiento superior al de EEUU desde 2005 -no disponemos de datos anteriores-, pero en los últimos años ambos ven mermada su proyección exterior.
En definitiva, la representatividad del G20 en términos de presencia global está fuertemente condicionada por el crecimiento de China. No es algo sorprendente, pero quizá sí sea más llamativo el mantenimiento del crecimiento y del nivel de proyección exterior de EEUU, en la medida en la que esta tendencia lo diferencia del resto de los países occidentales. Sin su registro, la presencia global del G7 habría crecido muy poco desde 2005. En términos agregados, y básicamente desde la crisis de 2010, se detecta una interrupción del ritmo de crecimiento de una globalización que ha cambiado su naturaleza y a algunos sus protagonistas en las últimas décadas, configurando un mundo más regionalizado, al tiempo que una creciente nueva bipolaridad. La pandemia condicionará esta trayectoria, incidiendo en tendencias previas y provocando nuevas, aunque todavía de manera incierta. Pero sin duda ha supuesto la materialización de un problema global que, junto con la emergencia climática, ponen en duda la utilidad de la clásica arquitectura institucional internacional.