El Real Madrid y el F.C. Barcelona son los equipos líderes de La Liga española. Cuentan con el palmarés más dilatado y, desde el ámbito económico, están a la cabeza de la “liga económica del fútbol” elaborada por Deloitte. Con un valor de 2.400 millones de euros y 1.870 millones de euros respectivamente, son el primer y el tercer equipo de fútbol más prósperos y aún en época de crisis, generan unos ingresos estratosféricos: 519 millones de euros el club blanco, y 483 millones de euros el azulgrana en la pasada temporada.
Las empresas patrocinadoras que figuran en sus camisetas son, curiosamente, dos aerolíneas nacionales de países del Golfo: Qatar Airways, que desembolsó para ello 30.5 millones de euros, y Emirates, pagando 24 millones de euros –convirtiéndose así en el segundo y quinto patrocinio de camisetas más caros hasta la fecha–. En Europa, siete de los veinte clubes de la “liga económica” están patrocinados por una aerolínea del Golfo. El Paris Saint-Germain y el Manchester City, quinto y sexto equipos de la mentada liga, cuentan con un propietario procedente del Golfo. Este interés por parte de pequeños estados de la Península Arábiga no se limita al fútbol, sino que se extiende a otros grandes deportes europeos como el ciclismo (Tour de France), la Fórmula 1, el tenis o el golf, el rugby y el atletismo.
Debido al aún complicado clima económico en Europa, individuos y sociedades procedentes de Oriente Medio han encontrado su oportunidad para invertir en fútbol europeo, estimándose su inversión en 1.100 millones de euros. Pero esta voluntad de adherirse a negocios lucrativos y albergar grandes eventos deportivos no sólo persigue la obtención de beneficios (indudablemente significativa: el negocio del fútbol genera 9.340 millones de euros a pesar de la crisis), sino que además repercute en la promoción de otros sectores nacionales y diversificación económica, para evitar la –prácticamente total– dependencia de las exportaciones de gas y petróleo.
Sin embargo esta diplomacia responde, por encima de todo, a la voluntad de los pequeños estados ricos del Golfo de obtener influencia política y protagonismo internacional. Persiguen además la mejora de la imagen de sus mandatarios a ojos occidentales, promoviendo una apariencia de moderación, tolerancia cultural, solidaridad y valores humanos en consonancia con los valores deportivos. Esta diplomacia deportiva está siendo llevada a cabo por Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y, en menor medida, Arabia Saudí y Omán. Pero el ejemplo más claro de ello es Qatar, quien fuera designado en 2010 por la FIFA como país anfitrión de la Copa Mundial de Fútbol en 2022. Qatar, país que lleva cultivando con esmero su diplomacia desde hace dos décadas, ejemplifica a la perfección hasta dónde es capaz de llegar un pequeño país en relevancia y peso internacional.
Con todo, la inversión en el fútbol de élite y la atención mediática que ello genera no eximen a estos países de riesgos para su reputación, ya que les somete al escrutinio internacional en cuestiones como corrupción, derechos humanos, género y medio ambiente. Especialmente mal parado está saliendo Qatar, al ser acusado de compra de votos necesarios para su designación, poniéndose en cuestión su forma de influir en negocios y política. La Confederación Sindical Internacional ha denunciado la precariedad laboral de los inmigrantes contratados para la construcción de las instalaciones que destapara The Guardian. Grupos defensores de derechos humanos han reprobado las condiciones de vida de los inmigrantes, equiparándola a una suerte de “esclavitud moderna”, así como los escasos derechos civiles de las mujeres en sociedades de confesión wahabita, mientras que magnates de fútbol europeos cuestionan la idoneidad de la celebración de la Copa del Mundo en un país con extremas temperaturas en verano y falta de afición suficiente para llenar sus estadios nacionales.
En suma, el interés por el fútbol europeo y el deporte de élite es una de las estrategias diplomáticas empleadas por parte de los pequeños estados del Golfo para posicionarse como actores globales, y está resultando eficaz para incrementar su visibilidad e influencia como inversores y actores de negocios. Sin embargo, está siendo también un arma de doble filo ya que, al situar a estos países en el punto de mira mediático, se ven golpeados por el escrutinio internacional de medios de comunicación internacionales, ONG y asociaciones de derechos civiles, quienes denuncian los excesos y carencias de sus sistemas autoritarios y, en última instancia, hacen patente para la sociedad internacional y los propios mandatarios arábigos la dificultad que supone ganar confianza y respeto, sobre todo si es comprándola.