Se cumplen 20 años de la guerra global contra el terrorismo que iniciaron las fuerzas armadas de Estados Unidos tras los atentados de al-Qaeda en territorio estadounidense y, contrariamente a lo que afirma el tango Volver de Carlos Gardel (“que 20 años no es nada”), en estos 20 años el papel de las fuerzas armadas en relación con el terrorismo ha pasado de liderar una “guerra” a convertirse en un instrumento más de una “lucha”. Estados Unidos declaró la guerra al terrorismo en 2001 porque consideraban entonces que una respuesta militar, violenta y contundente –como son las guerras–, podría acabar con los terroristas de al-Qaeda ocultos y protegidos en el santuario talibán. A diferencia de los países europeos que, como España, tenían un conocimiento más directo del fenómeno terrorista, y que habían diversificado sus instrumentos de actuación mediante la especialización de sus capacidades policiales, judiciales y de inteligencia, Estados Unidos carecía de ellos, pero disponía del mayor poder militar del mundo, por lo que asignó a sus fuerzas armadas la misión de eliminar la amenaza del terrorismo yihadista de al-Qaeda.
Declararon la guerra y enviaron sus fuerzas armadas a Afganistán unilateralmente sin consultar ni esperar a sus aliados, a pesar de que éstos habían activado el artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte y declarado los atentados como un ataque armado contra la Alianza. No hubo “uno para todos”, porque la cadena de mando de la guerra contra el terrorismo no pasó nunca por Bruselas, sino por el Mando Central de EEUU (USCENTCOM) de la base aérea de Tampa, Florida. Tampoco hubo “todos para uno” porque ese Mando Central minusvaloró o despreció las ofertas de ayuda que sus aliados les hacían llegar a través del Centro de Coordinación abierto en la base para quienes quisieran sumarse a la coalición para la guerra global contra el terrorismo. La operación Libertad Duradera libró la guerra contra el terrorismo en Afganistán principalmente hasta 2014, aunque la Coalición llevó esa operación a otros escenarios del yihadismo global. La Coalición desplegó en Afganistán fuerzas de 27 países, incluida España hasta junio de 2004, y tuvo éxito militar al derribar al régimen talibán y hacer huir a los terroristas. La Coalición impuso su superioridad militar sobre el terreno acabando con la milicia armada allí donde se combatió abiertamente, y obligando a los terroristas a refugiarse al otro lado de las fronteras.
La Coalición no disponía de un plan para después de ganar la guerra, como tampoco lo tuvo en Irak en 2003, y cometió el error de dar paso a una misión de asistencia internacional (ISAF) para que se encargara de la estabilización y reconstrucción de Afganistán, cuando la utilidad de estas intervenciones militares ya se cuestionaba por sus limitados resultados en los Balcanes. Ni ISAF ni la Coalición supieron aprovechar el desplazamiento de terroristas y talibanes de los primeros años para consolidar el control territorial y prevenir su retorno. La progresiva y lenta implantación de ISAF y la prioridad sobrevenida de Irak restaron interés estratégico y recursos a la “guerra” contra el terrorismo en Afganistán. El desinterés o la incapacidad de los miembros de ISAF para dirigir la misión acabó poniendo a la OTAN al frente de la misma en agosto de 2003, aunque hay que recordar que las cadenas de mando importantes en Afganistán no pasaban por Bruselas sino por las capitales de los países. ISAF ganó protagonismo a medida que se desplegó por la práctica totalidad del territorio, pero sus fuerzas eran proporcionalmente inferiores a las de misiones anteriores, y su función no era la de combatir sino la de proteger la reconstrucción.
En esas condiciones y con Irak como modelo, creció el fenómeno de la insurgencia. Ya que no era posible derrotar en campo abierto a la Coalición, los talibanes se dedicaron a hostigar y emboscar a las fuerzas extranjeras, eliminar a sus colaboradores y aterrorizar a las poblaciones.
Al igual que la guerra abierta favorecía a la Coalición, la insurgencia favorecía tanto a las milicias locales como a los terroristas globales, porque les situaba en condiciones de llevar la iniciativa, mientras que situaba a sus rivales en posiciones de defensa. Los combatientes talibanes asumieron la insurgencia como método para desgastar la voluntad de permanencia de las fuerzas de ISAF, mientras que los yihadistas de al-Qaeda les adiestraban en el manejo de ingenios explosivos o les apoyaban en sus acciones armadas. La insurgencia hizo crecer exponencialmente el número de ataques y la necesidad de tropas para combatirla, una situación para la que ISAF no estaba preparada y que superaba la capacidad de contrainsurgencia de la Coalición. El presidente Obama trató de replicar en Afganistán el éxito que la contrainsurgencia había alcanzado en Irak, gracias al incremento de la fuerza (surge) y al apoyo suní, pero ya era demasiado tarde para hacerlo.
Para funcionar, la lucha contra la insurgencia precisa superioridad de medios militares. Ha funcionado en Irak donde la combinación de fuerzas locales, regionales y de la Coalición ha derrotado militarmente al Daesh y acabado con el control territorial que ejercían en Irak y Siria, al igual que una combinación similar de fuerzas sirias, iraníes y rusas ha derrotado a la insurgencia yihadista siria. También precisa que después de desalojar la insurgencia de sus feudos (win) se disponga de fuerzas para mantener el control territorial mientras sea necesario (hold) y realizar cambios que mejoren la vida de la población (build). La intervención militar en Afganistán bastó para lo primero, desplazando a talibanes y yihadistas al otro lado de las fronteras, pero no fue capaz de consolidar la seguridad ni la prosperidad del país. La seguridad ciudadana, el Estado de derecho o el desarrollo económico y social exceden las capacidades de las fuerzas armadas, a pesar de que éstas han impulsado actuaciones civiles sobre el terreno.
Sin embargo, la derrota de la insurgencia o su victoria no se labran en los campos de batalla sino en la percepción de quienes les apoyan o les temen. La desconfianza en la eficacia, capacidad y voluntad de las fuerzas armadas internacionales para estabilizar, proteger y contribuir a la construcción del Estado afgano ya se había instalado entre la población afgana y entre las sociedades que enviaban a sus soldados. La vuelta de los talibanes, la lentitud en los progresos, el incremento de los atentados y las víctimas, entre otros factores, elevaron las dudas de unos y otros sobre quién sería el bando ganador. El anuncio de la retirada de tropas en 2014 acabó con las dudas y todos entendieron que los talibanes insurgentes y los terroristas yihadistas prevalecerían sobre los coaligados, sus fuerzas y sus colaboradores afganos.
Si en Irak quedó claro que la Coalición Global apoyaría al régimen de Bagdad a librarse de la insurgencia del Daesh, y en Siria no se dudaba de que las fuerzas rusas e iraníes no dejarían caer al régimen de Bashar al-Assad, en Afganistán la retirada de las tropas conllevaba el desmoronamiento (colapso en realidad) del régimen afgano. Las encuestas realizadas por la Asian Foundation muestran cómo, a partir de esa fecha, se fueron dando la vuelta los indicadores que hasta entonces mostraban confianza en el futuro del país, y creció la pobreza, la inseguridad personal y el pesimismo sobre el futuro.
La salida de Afganistán ha puesto fin a la “guerra” contra el terrorismo, es decir, a la confrontación militar directa y fulminante con el adversario terrorista, y ha dado paso a la lucha contra el terrorismo en la que el elemento militar tiene una función relevante pero no es ya ni el único instrumento ni el más decisivo. El instrumento militar seguirá siendo útil en enfrentamiento directo con la insurgencia armada. Lo han demostrado las fuerzas armadas iraquíes y la Coalición Global frente al Daesh en Irak, y el Ejército Nacional Afgano en Afganistán mientras combatió con apoyo estadounidense. Pero ha demostrado escasa utilidad para proteger a las poblaciones y, además, se ha quebrado la confianza en que un buen adiestramiento y equipamiento (capacity building) de las fuerzas locales disminuya su dependencia de los mentores. Lo anterior hace difícil la participación de las fuerzas armadas expedicionarias en misiones de mantenimiento de la paz, de adiestramiento o de reforma del sector de la seguridad, al menos en las cantidades y variedades conocidas hasta ahora. Son misiones que podrán seguir asumiendo ejércitos menos sofisticados que envían grandes contingentes de fuerzas para facilitar su adiestramiento y pago (Bangladesh, Ruanda, Etiopía y Nepal lideran los países que contribuyen con fuerzas a las misiones de Naciones Unidas en 2021).
Por el contrario, Estados Unidos y la Coalición Global han venido utilizando, con buenos resultados, nuevos medios de actuación contraterrorista como los drones, los satélites y las fuerzas de operaciones especiales que han demostrado mayor letalidad y menores daños colaterales. Las fuerzas armadas expedicionarias están reforzando esas capacidades para poder actuar en escenarios de lucha contra el terrorismo donde no estén desplegadas sus tropas. También resultan de utilidad las bases aéreas proyectadas como la de Niamey, Níger, para el apoyo aéreo a la Operación Barkhane.
En junio de 2019, el presidente Macron anunció una reorganización de la intervención francesa en el Sahel que coincide con las tendencias señaladas: finalizar la presencia de tropas francesas en misiones de contrainsurgencia (Operación Barkhane); contribuir junto a otros a la fuerza Takuba para acompañar y apoyar (mentoring) las actuaciones del ejército maliense; reforzar la actuación de las fuerzas de operaciones especiales en la Operación Sabre de contraterrorismo; y apoyar todas esas actuaciones con medios aéreos tripulados o no desde la base aérea proyectada de Niamey en Níger. Francia deja que las fuerzas de Naciones Unidas (MINUSMA) o las del G5 Sahel realicen tareas de contrainsurgencia, intensivas en tiempo y tropas; y que las fuerzas de la UE se ocupen del adiestramiento del Ejército maliense (EUTM Mali); y concentra sus instrumentos especializados en la lucha contra el terrorismo para actuar de forma independiente y en colaboración con Estados Unidos en el Sahel en función de sus intereses nacionales.
Lo aprendido en la lucha contra el yihadismo terrorista tendrá impacto en las políticas de defensa de los países y en la elaboración del concepto estratégico de la OTAN y el de la UE, ambos previstos para 2022. Estados Unidos en Afganistán y Francia en el Sahel han comprendido que sus fuerzas armadas pueden aportar más valor a la lucha contra el terrorismo que a la gestión de crisis, y que la prolongación de las misiones fatiga tanto a sus sociedades como a las tropas. Son los primeros países en pasar de la “guerra” a la “lucha” contra el terrorismo, pero no serán los últimos.