El pasado 1 de julio, España y Portugal reabrieron sus fronteras bilaterales con honores estatales. Los jefes de estado y de gobierno comparecieron en las ciudades transfronterizas de Badajoz y Elvas para señalar la vuelta a la “nueva normalidad”, tras el cierre de sus fronteras durante más de tres meses como medida de prevención de la propagación del COVID-19.
Fueron de los pocos estados miembros (si no los únicos) en los que este cierre se ha hecho de forma coordinada y transparente, en cumplimiento del Código de Fronteras Schengen y en articulación directa entre el presidente, Pedro Sánchez y el primer ministro, António Costa. Fueron los últimos en reabrirlas, pero cumpliendo el plazo de las recomendaciones de la Comisión. Probablemente, fueron también de los que más relevancia política dieron a este acto, que se reprodujo por toda la UE.
¿Por qué, justamente, estas dos viejas naciones, con las fronteras más antiguas, estables y largas de la UE, se han empeñado tanto en celebrar el regreso a una situación –ausencia de controles fronterizos– que se da por sentada?
La frontera hispano-lusa se mantiene, casi sin cambios, desde el siglo XIII, con una extensión de 1.200km, incluyendo siete provincias de cuatro comunidades autónomas españolas y diez distritos portugueses. En su extraordinaria unidad geográfica, una “rebelión contra la geografía”, en la expresión de Julián Marías, la frontera fue construyendo identidades y densificando las relaciones entre los dos países.
Estas se profundizaron exponencialmente a finales de los 80 con el acceso simultáneo a la, entonces, Comunidad Económica Europea. El 26 de marzo de 1995 las fronteras desaparecen. Venció la geografía peninsular. La Convención de Aplicación del Acuerdo de Schengen (CAAS) se ha vuelto efectiva entre sus cinco estados fundadores (Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Alemania y Francia), a los que se sumaron España y Portugal. A partir de esta fecha, ¿los ciudadanos? de este Espacio pasaron a circular libremente y con seguridad desde los Países Bajos a Portugal, pasando por Francia y España, sin tener que presentar pasaporte o justificar los motivos del viaje.
La UE no sería seguramente la misma sin Schengen. Este sistema, anunciado a bombo y a platillo hace 25 años, ofrece –para usar la expresión del Tratado de la Unión Europea (TUE)– un derecho inmediatamente tangible a todos sus ciudadanos: el de circular libremente. Su éxito queda reflejado en sus sucesivas ampliaciones y es uno de los proyectos europeos más valorados por los sucesivos Eurobarómetros .
Para España y Portugal, además de este simbolismo, formar parte del pelotón delantero de Schengen cumplió con un doble objetivo estratégico. Primero, acercarse al centro de Europa, en un contexto de reequilibrio de poderes tras la reunificación de Alemania, dominado por la deslocalización de su centro gravitacional al Este. A cambio, se aceptó trasladar parte de la soberanía para cooperar solidariamente con los miembros del Área. Segundo, al gestionar la frontera exterior común de Occidente en nombre la UE, la Península gana centralidad estratégica como “guardiana” del Mediterráneo con puentes hacia África. Pese a sus avances, esta vocación natural peninsular tiene aún recorrido para consolidarse. A lo largo de estos años la UE ha vuelto su mirada hacia el Sur, por temporadas y a golpe de crisis.
Cuando la pandemia asoló Europa, Schengen aún acusaba los efectos de los ataques terroristas (París y Barcelona) y de los flujos migratorios masivos. En los últimos cinco años, los controles temporales se eternizaron en algunos puntos de las fronteras interiores de algunos estados miembros, pese a su muy dudosa justificación y legalidad. La Guardia Europea de Fronteras y Costas, creada a raíz de estas crisis para coordinar las fronteras exteriores, necesita tiempo para implementarse plenamente. El COVID-19 añade nuevos desafíos a la gestión integrada de fronteras, por ejemplo, permitir controles sanitarios armonizados.
Naturalmente, de aquí hasta septiembre la agenda europea estará centrada en la recuperación económica. Pero no se deben olvidar los cisnes negros de la intolerancia, de la desigualdad, de la discriminación y de la falta de solidaridad que están condicionando el “estilo de vida europeo”. Preservarlo pasa por garantizar que el sistema de libre circulación se adaptará a los nuevos desafíos, y por salvaguardar las prerrogativas esenciales de Schengen. Con ocasión de la celebración de sus 25 años, la Comisaria Ylva Johansson recordó: “…sometimes you only realise how much you miss something, once it’s gone. Today more than ever, we realise we can take nothing for granted. (…)”. Reconocerlo es aceptar que la libertad, en seguridad, se debe construir de manera sostenida o permanentemente.
España y Portugal lo han entendido bien. Dar alta relevancia política a la reanudación de la libre circulación entre sus ciudadanos refuerza simbólicamente este “ofrecimiento” singular de la UE a su población. Asimismo, envía una importante señal a sus socios sobre la transcendencia de seguir garantizándolo. Por lo demás, los objetivos de 1995 siguen aquí, esperando a consolidarse. Los contextos y las oportunidades históricas no suelen repetirse. Si no los aprovechamos, otros lo harán.