La humanidad va camino de instalarse en una aldea global. En un mundo en el que las distancias físicas se acortan y la información fluye a toda velocidad, el concepto de frontera toma distintas formas. Las hay físicas y políticas que se construyen para separar a los que son diferentes, o creen serlo, aunque los que quedan dentro de esas fronteras tampoco sean siempre tan iguales. También están los muros y las vallas. En lo que llevamos de siglo, su número se ha disparado. En la actualidad hay, al menos, 63 muros o vallas que separan países contiguos.
Por paradójico que parezca, en esta aldea global hay quienes se dedican a propagar otro tipo de fronteras: las mentales. Son construidas desde el miedo y el rechazo al diferente. Con ellas, algunos tratan de darle sentido a la realidad cada vez más compleja y desordenada del mundo interconectado que nos rodea. Lo llamativo de esas fronteras mentales es que se pueden tornar en fronteras físicas y políticas. Los británicos lo demostraron en 2016 cuando votaron a favor del Brexit. Con su apuesta por la salida de la UE, la mayoría de votantes británicos creyeron defenderse de los que vienen de fuera, sin pensar mucho acerca del coste que deberán pagar.
La saturación informativa, la atracción hacia los extremos, la ansiedad ante los cambios acelerados y la diversidad convertida para algunos en luchas identitarias están alimentando un choque de ignorancias. Las nuevas tecnologías de la información y comunicación intensifican la sensación de vértigo de ciudadanos que no tienen tiempo para entrar en los matices de realidades enrevesadas. Las redes sociales son un medio privilegiado para la propagación de la retórica populista por parte de políticos que quieren sacar provecho del descontento, el miedo y el odio. Las respuestas simplistas que apelan a las vísceras se anteponen frente a las explicaciones fruto de la reflexión y de razonamientos complejos.
Por este camino, la aldea global se puede convertir en un mundo “post factual” en el que los hechos no importan y en el que los datos y la evidencia se pueden negar según convenga sin miramientos y con total desfachatez. Así fue la campaña electoral que acabó con Donald Trump en la Casa Blanca. Sus discursos plagados de falsedades, verborrea y muestras evidentes de ineptitud para el cargo de presidente de Estados Unidos no fueron un impedimento para que millones de votantes lo elevaran al cargo de comandante en jefe de la primera potencia mundial. La lección –al menos a corto plazo– es que un candidato racista, misógino, homófobo e ignorante que logre presentarse como el salvador de la patria conseguirá el apoyo suficiente para gobernar, aunque deja tras de sí una nación dividida y enfrentada.
En pocos casos es tan visible ese choque de ignorancias como en la contraposición de categorías como “Occidente” e “islam”. Se trata de una tentación en la que algunos caen y plantean el mundo en términos de nosotros, los moralmente superiores, y ellos, los amenazantes y bárbaros. Nótese que esas posiciones, aunque no representen ni a todos los occidentales ni a todos los musulmanes, se dan en ambos sentidos. Para quienes ven el mundo en blanco y negro, da seguridad –incluso satisfacción– recurrir a ese tipo de simplificaciones abstractas. Según esa cosmovisión, las fronteras existen para separarnos dentro de bloques que, con frecuencia, están destinados a enfrentarse entre sí.
Eso es precisamente lo que defiende la tesis del “choque de civilizaciones”, formulada por Samuel Huntington allá por 1993. Según él, de las siete u ocho (sic) grandes civilizaciones que existen en la actualidad, los mayores conflictos se dan entre musulmanes y no musulmanes; llega incluso a afirmar que la civilización islámica tiene fronteras sangrientas. Sin duda, Huntington era un ideólogo y supo cómo ganar influencia tras el fin de la Guerra Fría al sustituir la idea del “Occidente contra los demás” (the West versus the rest) por “Occidente contra el islam”. El atractivo de esa tesis fue y sigue siendo precisamente su capacidad simplificadora, carente de matices y movilizadora de posiciones viscerales.
Frente al “choque de civilizaciones”, es más útil pensar en la existencia de un “choque de ignorancias”, tal como defendió Edward Said en 2001. Los ideólogos y demagogos optan por atribuir a las diferencias entre culturas y religiones el hecho de que haya conflictos y guerras. Parece que muchos de ellos –incluidos Huntington y Osama Bin Laden– se olvidaron (¿voluntariamente?) de que las mayores fricciones y conflictos en las últimas décadas se producen dentro de las propias “civilizaciones”. Esos choques internos se deben a las diferencias en las formas de entender la vida y a la existencia de proyectos mutuamente excluyentes de cómo organizar su modelo político, social y económico.
Resulta atractivo reducir siglos de historia a meras guerras de religiones y conquistas imperiales, dejando de lado la historia de intercambios, cooperación y trasvase de conocimiento y valores. Sin embargo, las fronteras mentales no sólo están entre distintos bloques culturales, sino también dentro de cada una de las llamadas civilizaciones. Este no es un debate puramente académico ni un mero divertimento de intelectuales, pues tiene grandes implicaciones en las vidas cotidianas de individuos y naciones. Quienes buscan levantar cada vez más fronteras y quienes luchan contra eso y contra la instrumentalización de la ignorancia van a condicionar una parte importante del futuro de la humanidad.
[Este texto fue publicado originalmente en la revista Matador, vol. S.]