Por muchos que sean los sinsabores que salpican la realidad cotidiana de los 28 miembros de la Unión Europea (UE), conviene no olvidar que la guerra ha desaparecido de nuestra agenda como instrumento de resolución de conflictos. Es obvio que ni aún así estamos inmunizados contra ella, ni eso puede servir de argumento para justificar todos los errores y deficiencias de un modelo de unión que ha perdido impulso desde hace al menos una década. Pero sí debe servirnos de valioso punto de referencia cuando, en mitad de una crisis tan profunda como la actual algunos apuestan por salirse del club– sin entender lo dura que es la vida ahí fuera, enfrentados a unas amenazas para las que en solitario ninguno de nosotros tiene capacidad suficiente-, mientras otros alimentan instintos xenófobos que aumentan inevitablemente la inestabilidad interna del conjunto.
Estamos, además, faltos de liderazgo europeísta, sumidos en una dinámica de creciente renacionalización que, en definitiva, acentúa la (¿imparable?) irrelevancia de la Unión. Por un lado, Washington apunta ya con claridad al inicio de una nueva etapa que le lleva a pivotar hacia Asia-Pacífico y, como corolario inmediato, a demandar a sus aliados y socios europeos que asuman una mayor carga en su propia seguridad y defensa. Para quienes prefieren adoptar una actitud victimista, ese giro– motivado fundamentalmente por los efectos internos de la crisis en el hegemón mundial, enfrentado a los límites de su poder- equivale al abandono de Europa por parte de Estados Unidos (algo que no va a ocurrir en modo alguno). Quienes, por el contrario, siguen creyendo que la UE está llamada a ser algún día un verdadero actor de envergadura mundial, interpretan esta deriva como el resultado (positivo) del escaso nivel de conflictividad de la UE comparado con cualquier otra región del planeta y como una oportunidad para que la Unión madure definitivamente, atreviéndose a asumir la tarea de gestionar su propio futuro.
El Consejo Europeo de diciembre pasado supuso una nueva muestra de la falta de voluntad política de los Veintiocho para articular una verdadera Política Exterior, de Seguridad y de Defensa común. Empantanados en la búsqueda de una salida al túnel en el que estamos metidos, que va mucho más allá de la unión monetaria, no parecemos reparar en que nadie va a esperar por la Unión y que hay otros, con orientaciones muy distintas, que a buen seguro tratarán de aprovechar la oportunidad que se les presente de convertirse en actores relevantes en el escenario multipolar al que parecemos dirigirnos. Sin salirnos del continente, resulta evidente que Estados Unidos no está dispuesto a seguir asumiendo la tarea de garante de seguridad que ha desarrollado desde el inicio de la Guerra Fría. Del mismo modo, resulta bien visible la intención de Rusia de volver a asegurarse un colchón amortiguador en la Europa Oriental (no solo reubicando bajo su manto a Bielorrusia y Moldavia, sino también a Ucrania como pieza central), aprovechando la debilidad estructural de la UE y la demostrada incapacidad de la OTAN para estar a la altura de sus sueños (Georgia, en 2008, fue una buena muestra de ello).
Y en esas estábamos cuando el nuevo gobierno alemán comienza a emitir mensajes que apuntan a un notable cambio sobre el papel del líder de la UE en el ámbito de la política exterior, de seguridad y de defensa. Liberado de sus complejos históricos y sobre la base de su poder económico, de su centralidad geopolítica y de la solidez de una gran coalición gubernamental, Alemania parece finalmente decidida a presentar sus credenciales como aspirante al liderazgo político de la Unión.
Su balance reciente en este terreno no es muy satisfactorio, tras su desmarque inicial con la operación en Libia y su reiterada resistencia a implicarse en Siria, Malí o República Centroafricana. Tampoco en la crisis que sufre Ucrania está siendo más exitoso su rendimiento, en la medida en que, consciente de su significativa dependencia energética, teme provocar una airada respuesta de su principal suministrador: Moscú. Cabe añadir que ni Francia ni Reino Unido– que vuelven a intentar la activación de sus acuerdos bilaterales en defensa- van a aplaudir cualquier intento de otro miembro de la Unión de colocarse por encima de ellos (únicas dos potencias nucleares del club comunitario). Eso- en un momento en el que todo el esfuerzo sigue concentrado en el empeño alemán por imponer sus criterios económicos y en los tímidos e inarticulados movimientos de algunos miembros por resistirse a su dictado– lleva a concluir que aún quedan muchas asignaturas pendientes antes de que la mera declaración de voluntad (sin detalles precisos) expresada casi al unísono por el ministro de exteriores y la ministra de defensa pasen del papel a la práctica.