El próximo día 8 de marzo se celebrará el día internacional de las mujeres, declarado por la ONU en 1975. Fue promovido por movimientos obreros y la fecha conmemora a las 140 mujeres inmigrantes que perecieron en el incendio de una fábrica de camisas de Nueva York, la Triangle Shirtwaist, en 1911. Hoy el edificio de Manhattan de aquel siniestro, el Brown Building en Washington Place, pertenece a la Universidad de Nueva York, un centro académico cuyas aulas están ocupadas en su mayoría por mujeres.
La proporción de mujeres estudiantes ha ido creciendo en todo el mundo desde los años 60. En Estados Unidos hay 140 mujeres en educación superior por cada 100 hombres. En Europa la media es de 130. Algunos campus de los países nórdicos y del Reino Unido tienen un 50% más de mujeres que de hombres. Sólo en un país desarrollado, Japón, la proporción se invierte con 90 mujeres por cada 100 hombres. El ratio es aún mayor en disciplinas relacionadas con la salud, las políticas sociales o la educación donde las mujeres triplican a los hombres. Los hombres en cambio aún son mayoría en ciencias, matemáticas y computación donde la proporción es ligeramente superior de hombres o en las ingenierías o construcción donde la relación se invierte de tres a uno. Es quizás este un dato que prueba la diferencia de resultados con igualdad de oportunidades. Precisamente esta semana la OCDE publicaba un estudio que arroja datos contundentes: los chicos aventajan a las chicas en rendimiento como si estuvieran tres meses por delante en el aprendizaje de ciencias y matemáticas pero las chicas sacan un año de ventaja a los chicos en comprensión lectora, una habilidad fundamental en la adquisición de conocimiento.
La tendencia en el mercado laboral también apunta a la reducción de las diferencias de género, pero de forma todavía muy lenta y desigual. El motor de cambio es sobre todo debido al efecto generacional de las últimas décadas. Cerrar la brecha económica y social de las mujeres trabajadoras tendrá efectos muy importantes en Europa, un continente envejecido que puede huir de la japonización de su economía con el aumento de su fuerza laboral. Si Europa consiguiera, como pretende, la convergencia en participación femenina en 2030, el crecimiento del PIB sería, según el Banco Mundial, de 13 puntos. Para ello serán necesarias más medidas políticas (fiscales, laborales, sociales) con impacto estructural en los mercados laborales.
Sin embargo, no podemos esperar sólo a que el efecto generacional opere para que el cambio global tenga impacto en la vida social, política y económica. Es necesaria también una reflexión de cómo las mujeres participan hoy y, por ende, en el futuro en los órganos de decisión que deben gestionar dichos cambios. Porque quizás esta ola gigantesca de mujeres preparadas no tenga tan fácil romper los muros de la discriminación cuando se trata de liderar las instituciones. No se trata sólo de una cuestión de equidad y justicia o de legitimidad democrática sino también de rendimiento, un aspecto, quizás, no suficientemente aprovechado por el movimiento feminista. La crisis financiera ha sido un campo de pruebas al respecto. Diversos estudios han probado una mayor aversión al riesgo en mujeres lo que supone que sus decisiones, de haber sido mayor su participación en el sector financiero, podrían haber contribuido de forma sistémica a evitar mayores pérdidas. Una encuesta entre inversores realizada por Merryl Lynch explicaba la razón por la que las mujeres invertían mejor: ellas son menos dadas a las nocivas técnicas de “churning”, es decir, a negociar de forma especulativa con activos para ganar comisiones. También afirmaba que los hombres tienden a comprometer demasiado dinero en ideas arriesgadas. Incluso algunos investigadores sociales han encontrado que una masa crítica de mujeres (en torno a un 30%) en los consejos de administración de las empresas es el punto de inflexión para mejorar considerablemente los beneficios empresariales (Jasmin Joecks, 2012). Más allá de las diferencias cognitivas de hombres y mujeres lo que parece cada día más evidente es que los equipos con mayor inclusión se benefician de la diversidad de enfoques y perspectivas en un mundo cada vez más complejo.
Y quizás en este punto la Unión Europea, enfrentada a retos complejos, ha dado algunos pasos hacia atrás en relación con otras regiones como América Latina donde el progreso de las mujeres en las posiciones de poder ha sido considerable en la última década. Sirva como ejemplo de este paso atrás el desequilibrio de género en las recién estrenadas instituciones de gobernanza económica de la UE. Un lugar donde la creatividad institucional debería haber dado pasos más decididos en favor de la igualdad. Por ejemplo, en la unión bancaria, el comité científico de la Junta de Riesgos Sistémicos del Banco Central Europeo, encargada de vigilar las políticas de inversión de grandes corporaciones financieras no tiene ninguna mujer. No contamos con mujeres prudentes entre los vigilantes del riesgo.
Seguramente hay razones estructurales más difíciles de cambiar para alterar esta tendencia y sean necesarias medidas políticas globales con indicadores y objetivos específicos en la presencia de mujeres en las instituciones sin esperar al efecto generacional. Ciertas culturas organizativas, que reproducen viejos patrones de mando discriminando a las mujeres en los puestos de liderazgo y poder, son más impermeables al cambio. Europa no puede afrontar los retos futuros sin feminizar más sus decisiones.