A diferencia de la revolución rusa de octubre de 1917, la que tuvo lugar en febrero del mismo año pasó fugazmente por la memoria colectiva y los libros de historia. En la década de 1920 su conmemoración fue borrada del calendario por las autoridades soviéticas, pero ni siquiera logró entre los historiadores y los políticos, aunque fueran los del exilio, ser elevada a la categoría de la “buena revolución”, la revolución democrática usurpada poco después por el leninismo. Hubo quien la despreció calificándola de revolución burguesa. Para otros, fue el tiempo de los gobernantes ingenuos y los tontos útiles, hasta el punto de considerar a Alexander Kerensky (1882-1970), primer ministro del gobierno provisional como la perfecta encarnación de la cobardía y la ingenuidad.
La Rusia actual no celebra las revoluciones, sea la de febrero o la de octubre. De hecho, en un mensaje de finales del año pasado, el presidente Vladimir Putin afirmó que 1917 había marcado una tragedia para Rusia. Por tanto, el centenario se reduce a una oportunidad para reflexionar sobre las causas y la naturaleza de aquella revolución, tal y como se recoge en un decreto presidencial de 21 de diciembre de 2016. No parece oportuno conmemorar algo que pueda dividir al pueblo ruso, pues se le anima de continuo a estar unido en torno a su presidente, sobre todo en un tiempo de tensiones exteriores marcadas por los desencuentros con EEUU y Europa tras el conflicto de Ucrania y la anexión de Crimea. Probablemente también exista otro motivo en la ausencia de celebraciones: toda revolución implica un cambio de régimen por la fuerza. La Rusia de Putin se ha caracterizado por lo contrario: la defensa de la soberanía de los Estados y el rechazo a la intervención en sus asuntos internos. Esto le llevó a rechazar en la década pasada la revolución naranja de Ucrania o la revolución de las rosas en Georgia, que para los rusos no representaban ningún despertar de la democracia frente a las tiranías sino un intento de subvertir las tradicionales áreas de influencia rusa en el antiguo espacio soviético, un paso obligado para socavar los cimientos políticos de la propia Rusia. En consecuencia, Moscú se convirtió en defensora de la “estabilidad”, en el sentido de statu quo, y nunca creyó que la expansión de la OTAN y de la UE, que implicaban el triunfo de la democracia liberal, representaran ninguna estabilidad añadida para su país sino, por el contrario, un tremendo revés geopolítico desde la perspectiva del nacionalismo ruso.
Cabe apreciar una cierta similitud entre el nacionalismo ruso y el francés. Este último contempla la Historia como un todo, en el que caben la monarquía, la revolución, el imperio y la república. Todo se puede aprovechar para mayor gloria de Francia. Otro tanto cabría decir de Rusia. No es conveniente condenar el pasado soviético en bloque. Se atribuye a Putin la afirmación de que tener nostalgia del comunismo equivale a no tener cerebro, pero no lamentar la desaparición de la URSS supondría no tener corazón. Pero si hubiera que conmemorar 1917, ¿por qué no hacerlo con la revolución de febrero? Esta implicó la posibilidad de una Rusia democrática, mientras que la de octubre fue, en realidad, un golpe de Estado comunista. La Rusia de Putin no se identifica explícitamente con el zarismo de Nicolás II, pues el presidente suprimió el tradicional himno de los zares y restauró el compuesto en época de Stalin cambiándole la letra, pero tampoco acepta la revolución bolchevique. Putin no comparte la actitud del líder comunista de sacar a cualquier precio a Rusia de la Primera Guerra Mundial y que le llevó a firmar la humillante paz de Brest-Litovsk con Alemania, algo considerado como una traición a los intereses nacionales y a los heroicos soldados rusos caídos en la contienda.
Quizás tampoco se conmemore la primera revolución rusa porque no dejó de ser un paréntesis histórico hacia el triunfo del leninismo. Los fracasos no se conmemoran, pese a sus buenas intenciones. Rusia quiere recordar tiempos gloriosos del pasado, pero la revolución de febrero no entra dentro de esa categoría. La crónica de aquellos hechos es un cúmulo de errores y falsas ilusiones.
La revolución de febrero está asociada al fracaso del político liberal e historiador Pável Miliukov (1857-1943), ministro de asuntos exteriores en el primer gobierno provisional. El periodista español Manuel Chaves Nogales, que le entrevistó en su exilio en París en 1930, señalaba que su programa político hubiera sido válido para el otoño de 1916, aunque llegaba tarde a fines del invierno de 1917. Miliukov quería mantener los compromisos de guerra con Francia y Gran Bretaña, pero las derrotas rusas estaban llevando a los soldados al desánimo y a la deserción en masa. Sus apelaciones a la prudencia no fueron escuchadas, ni tampoco fue secundado en su proyecto de monarquía constitucional para Rusia, y estuvo menos de cuatro meses en el ministerio. Tampoco estuvo muy acertado el príncipe Guergui Lvov (1861-1925), jefe del primer gobierno provisional que duró hasta julio de 1917, al considerar que la revolución de febrero expresaba el alma del pueblo ruso y su misión histórica, pues sería el gran modelo de la revolución democrática universal con sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad.
Quizás creyera que se trataba de una nueva versión de la revolución francesa, pero eso también lo pensaba Lenin en su objetivo de sustituir aquella revolución burguesa por otra en la que un nuevo Robespierre, el partido bolchevique, implantaría su dictadura. Y por si fuera poco, cuando Kerensky, líder de los socialrevolucionarios, reemplazó a Lvov en el segundo gobierno provisional, el régimen nacido en febrero empezó a conocer un cierto culto a la personalidad. Si la democracia representaba el poder del pueblo, éste tenía que ser encarnado por un líder fuerte en la tradición histórica rusa. Los gobernantes podían desear una república al estilo de Francia, aunque parecían preferir que la encabezara un “zar”. Ni que decir tiene que esta tendencia hacia la concentración de poder sería perfeccionada por Lenin y sus sucesores.
Alexander Solzhenitsyn, el Premio Nobel de Literatura que goza de gran predicamento en la Rusia de hoy, analizó en su opúsculo Reflexiones sobre la revolución de febrero las causas del fracaso de esta efímera revolución. Ante todo, el escritor no exime de responsabilidad al zarismo. Consideraba muy probable que la pasividad gubernamental ante los disturbios de Petrogrado en febrero de 1917 guardara relación con el domingo sangriento de enero de 1905, cuando los soldados dispararon contra una manifestación pacífica ante el palacio de invierno. Estas muertes quizás pesaran sobre la conciencia de Nicolás II y debieron influir en su renuncia al trono. El zar no contaba con que este hecho llevaría a la caída de la monarquía, pues el hermano de Nicolás, el gran duque Miguel, también rechazó la corona. Para Solzhenitsyn, Miguel no tenía ningún derecho a suscribir un manifiesto de renuncia en el que remitía a la formación de una futura asamblea constituyente que decidiría sobre la futura forma de gobierno. Mientras tanto, se había creado un vacío de poder en la cúpula del Estado que la monarquía zarista nunca volvería a llenar. El vacío lo ocuparían los bolcheviques que, a diferencia del gobierno provisional, sabían muy bien a dónde querían llegar.