Acaban de cumplirse cinco años desde que, en 2013, una operación conjunta de Policía Nacional y Guardia Civil desarticuló la primera red terrorista en España vinculada al conflicto sirio, con el que se inició la actual oleada mundial de movilización yihadista. Desde entonces, 247 personas radicalizadas en el salafismo yihadista e involucradas en actividades inspiradas en esta ideología han sido detenidas en nuestro país, el 87% de las cuales ingresaron provisionalmente en cárceles y el 2% en centros de menores, según los registros que constan en la Base de Datos Elcano sobre Yihadistas en España (BDEYE). Es precisamente en estos centros de privación de libertad donde se hace frente ahora a varios de los principales desafíos que plantea el fenómeno yihadista: los de evitar que esos presos preventivos o ya condenados afiancen sus convicciones radicales, traten de propagarlas entre el resto de los internos y regresen a sus comunidades de origen constituyendo una amenaza igual o mayor para la seguridad pública.
Para dar respuesta a estas preocupaciones de primer orden, el Ministerio del Interior, del que depende directamente la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, ha modificado en los últimos años los procedimientos de ejecución penal relacionada con presos yihadistas. En 2014 activó un nuevo protocolo de control y seguimiento integral de estos internos para, entre otras cosas, impedir que ejerzan como agentes de radicalización de otros de reclusos. Así mismo, acordó su dispersión en más de 50 centros penitenciarios a fin de evitar su actuación concertada y refuerzo mutuo. Pero no fue hasta 2016 cuando se puso en marcha la primera iniciativa con una clara vocación de reinserción de estos penados. Se trata de un programa de intervención y tratamiento que tiene como objetivo lograr su desenganche, es decir, conseguir que desistan en la legitimación del terrorismo o inclinación a participar en actividades terroristas.
El plan no es muy distinto de los que otros países europeos han puesto en práctica en sus ámbitos carcelarios. Salvando las distancias entre los diferentes sistemas penitenciarios, la mayoría de estos programas de desenganche gravitan sobre principios comunes: participación voluntaria; abordaje individualizado, adaptado a las características personales de cada interno; tiempos de intervención determinados por el proceso penal, lo que permite iniciar la actuación durante el periodo de prisión preventiva y prolongarla tras la finalización de la pena privativa de libertad; foco en los valores civiles y democráticos, así como en la deslegitimación de la violencia, dedicando menor atención a la refutación de la base religiosa de sus ideas extremistas; y un programa comprehensivo y transversal que busca mejorar las capacidades y habilidades del recluso, de manera que pueda desarrollar razonamientos y conductas prosociales.
Sin embargo, hay otros elementos en común. En primer lugar, la mayoría de estos programas se aplican a un número limitado de casos debido a la escasa receptividad entre los presos yihadistas. En España, por ejemplo, solo 21 internos de 8 centros penitenciarios han aceptado incorporarse al programa, pese a que existen incentivos para fomentar la participación. Uno de ellos es la posibilidad de que, cuando hay una valoración favorable, se alcancen acuerdos de conformidad entre los detenidos pendientes de juicio y la acusación, representada en el caso español por la Fiscalía de la Audiencia Nacional y, ocasionalmente, por las asociaciones de víctimas del terrorismo. Pero la suscripción de un acuerdo de estas características, que comporta rebajas en la petición inicial de las penas, exige por parte del acusado la asunción de la culpabilidad y la responsabilidad penal que de ella se deriva, así como una declaración expresa de rechazo a la violencia y al terrorismo. Además, ninguno de estos planes ha sido propiamente evaluado hasta la fecha, no ya en su implementación práctica sino en sus resultados. Su reciente implantación, su confección a partir de programas orientados a otros tipos de delitos o la falta de una metodología de evaluación que de respuesta a interrogantes complejos (entre otros, cómo es posible probar la desradicalización de un individuo o cuánto tiempo ha de transcurrir hasta confirmar el desistimiento) han hecho difícil medir su eficacia por el momento.
Estas deficiencias reclaman un esfuerzo adicional de las autoridades competentes. En los próximos años, un elevado número de yihadistas detenidos en Europa occidental tras el estallido del conflicto en Siria será excarcelado. Reino Unido ha revelado que 80 presos de esa naturaleza recobrarán su libertad a finales de 2018, y en Francia otros 40 abandonarán sus centros penitenciarios en el próximo año y medio. En nuestro país, 25 de los 107 yihadistas condenados desde 2015 han recibido penas de prisión inferiores a los tres años y medio, con lo que el fin de su internamiento se ha producido ya o lo hará en el corto plazo. No es la primera vez que España tiene que afrontar la excarcelación de yihadistas, pero nunca antes había tenido que hacer frente a un problema de esta magnitud. A la vista de los datos, este reto ya no es abordable principalmente por la vía de la expulsión como ocurría hasta ahora, pues un tercio de los condenados tienen nacionalidad española. Su reintegración se presenta, pues, como una tarea difícil pero ineludible.
Baste recordar que 12 de los individuos detenidos en España a lo largo de los últimos años contaban con una trayectoria yihadista previa, más o menos dilatada, por la que habían sido recluidos en prisión antes de 2012. Tras su excarcelación, habían vuelto a implicarse en actividades yihadistas y algunos de ellos incluso articularon en España las redes más extensas y activas dedicadas al reclutamiento y envío de combatientes terroristas extranjeros hacia Siria e Irak.