El pasado 12 de septiembre, la Audiencia Nacional condenó a dos años de prisión a la madre de dos hermanos menores de edad a quienes, tras adoctrinarlos en la ideología del salafismo yihadista, facilitó el viaje a territorio sirio-iraquí para su integración en Estado Islámico (EI). Lejos de ser un caso aislado, son ya 14 las operaciones policiales desarrolladas en España en los últimos cinco años que han conducido a la detención de individuos dedicados, entre otras funciones, a la radicalización y el reclutamiento de menores. Una tendencia que no encuentra precedentes en la evolución del terrorismo yihadista en nuestro país con anterioridad al estallido de la guerra en Siria e Irak y que responde, en buena medida, a la estrategia de movilización de la organización liderada por Abu Bakr al-Baghdadi.
EI ha confiado parte de su presente y, en especial, su futuro en Oriente Medio a una cantera de jóvenes yihadistas captados en su mayoría de modo forzoso entre las poblaciones locales, pero que también integra a un destacado grupo de voluntarios de diversa procedencia. Aun cuando la participación de menores en conflictos armados no es un fenómeno novedoso, e incluso grupos como Al Shabaab o Estado Islámico de la Provincia de África Occidental (Boko Haram) han recurrido a ellos con creciente frecuencia, nunca antes una organización terrorista había promovido de forma global y abierta la incorporación de niños y adolescentes para desempeñar un rol idéntico al de los adultos.
En cambio, EI ha hecho un llamamiento público a sus seguidores para que realicen la «yihad en familia», e incluso, en su discurso ha animado a los hijos a desobedecer a sus padres en caso de que no autoricen su migración a Siria e Irak.
La organización no se ha limitado a utilizar “niños soldado” como un mero refuerzo en circunstancias de gran presión militar. A decir verdad, los menores constituyen una parte más de su fuerza de combate: tras recibir una instrucción física que en ocasiones inician con tan solo 10 años, multitud de ellos han participado en ofensivas, ejecuciones y acciones suicidas desde poco después de la fundación del califato. También han adoptado roles como no combatientes (informantes, correos humanos, cocineros), mientras que las niñas han quedado relegadas a ejercer de esposas de los muyahidines.
No existen cifras exactas, pero Naciones Unidas habla de “centenares de miles” de niños y adolescentes integrados en EI. Al menos cuatro de ellos son menores españoles de entre 14 y 17 años, quienes se desplazaron a Siria e Irak acompañando a sus padres o enviados por células y redes de reclutamiento que, en el seno de sociedades occidentales, han hallado un blanco fácil en adolescentes en situación vulnerable.
Con toda probabilidad, sobre ellos también incidió el potente despliegue propagandístico realizado por esa organización en Internet, donde ha difundido centenares de vídeos e imágenes protagonizados por niños ataviados con uniforme militar mientras asisten o participan en actos de extrema violencia, o que idealizan la vida en pareja en territorio sirio-iraquí. Vídeos que también muestran grupos de niños jugando, asistiendo a la escuela, o conviviendo en familia.
Mientras algunos de esos “cachorros del califato” están regresando ahora a sus lugares de origen debido al asedio que sufre EI en Oriente Medio, los países occidentales afectados por esta movilización han comenzado a diseñar una respuesta ad hoc, cuyos elementos comunes fueron analizados en un panel de alto nivel celebrado a principios de este mes en el International Centre for Counter-Terrorism (ICCT) de La Haya. Una respuesta que se ha dirigido principalmente a garantizar la rehabilitación y reintegración de los menores, en cumplimiento de los estándares internacionales fijados por la Convención sobre los Derechos del Niño, pero que sufre importantes carencias y dificultades que ponen en duda su éxito.
Esas deficiencias derivan de lo inédito del reto de seguridad que plantean los menores retornados, pero son atribuibles en última instancia a un evidente fallo en la previsión de las políticas públicas necesarias para hacer frente a los efectos del conflicto-sirio iraquí. Políticas que, en primer término, demandan personal cualificado para abordar la interiorización por parte de esos jóvenes de su pasado violento, pero también programas de tratamiento que incidan de forma integral en los factores de riesgo que condujeron a su implicación yihadista.
Ahora bien, una vez constatado el regreso de combatientes que marcharon a zona de conflicto con edades inferiores a los 18, no todos los países occidentales han optado por generar capacidades y tratamientos especializados. La alternativa adoptada de forma generalizada ha consistido en aplicar a los jóvenes retornados los planes de intervención diseñados para menores envueltos en otros contextos de violencia (como por ejemplo niños soldado, bandas callejeras o mafias). Medida insuficiente, pues desatiende el componente ideológico inherente a la participación en actividades terroristas y reduce las posibilidades de lograr la desradicalización. Más aún cuando muchos de ellos han sido sometidos a un adoctrinamiento sistemático y se han socializado en el uso cotidiano de la violencia.
La improvisación de la respuesta ha limitado el conveniente desarrollo de otro elemento no menos importante: la relación del retornado con su entorno social y afectivo. El primero de ellos afecta directamente a las posibilidades de una plena reintegración en lo económico, laboral y educativo. Urge, por tanto, el diseño de estrategias que involucren a las comunidades locales en el esfuerzo por rehabilitar a estos jóvenes y disminuyan, de este modo, el riesgo de que aparezcan conductas estigmatizadoras.
Pero es el segundo de ellos, el entorno afectivo, el que representa, si cabe, un mayor desafío. Ello se debe a que es altamente frecuente que los niños y adolescentes implicados en actividades yihadistas en sociedades occidentales mantengan vínculos previos de parentesco, amistad o vecindad con individuos que han participado con anterioridad en actividades de esta naturaleza, lo que pone de relieve la especial vulnerabilidad de estos menores a la presión grupal. Su retorno al mismo contexto en el que se produjeron su radicalización y captación entraña el evidente riesgo de frustrar todo progreso alcanzado en su rehabilitación y exige articular los mecanismos legales necesarios para una rápida respuesta.
La radicalización de menores representa un reto de seguridad de larga duración. En el corto plazo, porque algunos países han comenzado ya a recibir a jóvenes combatientes desmovilizados, y a medio y largo término por las probabilidades de que, de no producirse un desenganche y reintegración efectivos, persista el riesgo de su implicación en actividades violentas. La respuesta a este desafío incide en la importancia de una rápida y permanente actualización de los instrumentos y mecanismos estatales contra la amenaza terrorista. Idealmente, al mismo ritmo en que el fenómeno yihadista evoluciona y muestra nuevos rasgos sociodemográficos.