Europa –la UE y el Consejo de Europa– ha supuesto un plus en el Estado de Derecho para sus ciudadanos y sus Estados miembros. Y sigue suponiéndolo. En las últimas semanas hemos tenido algunos ejemplos de este plus de rule of law que supone la UE, del que el sistema de la Euroorden es parte. A veces es en defensa de los propios Estados miembros y no sólo de sus ciudadanos. La semana pasada el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE), con sede en Luxemburgo, apoyó a Francia al dictaminar que la justicia estatal, como ha ocurrido, puede prohibir y multar a una empresa como Uber por actividades ilegales, en este caso UberPop. El Tribunal de Luxemburgo ha considerado que éste es un servicio de transporte en el que trabajan conductores con vehículos sin ningún tipo de licencia y no una plataforma colaborativa, dándole la razón al Estado francés.
En marzo, el Tribunal Supremo de Irlanda rehusó extraditar a un polaco sospechoso de tráfico de drogas a Polonia por sus dudas sobre la integridad e independencia del sistema judicial polaco, lo que ha ahondado la crisis de Polonia con la UE. El tribunal irlandés ha acudido al TJUE para que resuelva, considerando que “defectos fundamentales” en el sistema de justicia en Polonia –sobre todo el supuesto paso atrás en la independencia del Poder Judicial– y han socavado la “confianza mutua” que sostiene el sistema de la Euroorden.
De hecho, el retroceso en la democracia y el Estado de Derecho en Polonia y Hungría es uno de los grandes temas pendientes en la UE, sobre los que deben decidir los Estados y el Parlamento Europeo –que han puesto en marcha el procedimiento de sanciones–, y ahora también el Tribunal de Justica. La presión europea está logrando que el Parlamento polaco esté enmendando las reformas autoritarias al poder judicial. En el caso de Hungría, la cuestión puede verse dificultada por la aplastante reciente victoria electoral de Viktor Orban, decidido a seguir adelante con sus planes, entre ellos con la llamada ley anti-Soros, es decir, contra instituciones de la sociedad civil. Con todo, se verá si realmente la UE tiene los instrumentos suficientes y sirve para defender o reforzar el Estado de Derecho en uno de sus Estados miembros más díscolo.
El TJUE –una de las más fundamentales de las siete instituciones de una UE que es una construcción de Derecho– se ha convertido en una especie de Tribunal Supremo o Constitucional para la Unión, sus Estados miembros, empresas y ciudadanos. A él ha recurrido, por ejemplo, el Constitucional alemán de Karlsruhe, para disipar alguna de sus dudas sobre la legalidad de la compra de bonos por el Banco Central Europeo. Aunque el TJUE no siempre resuelve de forma clara o de modo a satisfacer a uno u otro demandante.
Es más que posible que el caso de la aplicación de la Euroorden (Orden de Detención Europea) para la extradición de Carles Puigdemont desde Alemania a España pueda acabar resolviéndolo no la audiencia territorial (Oberlandesgericht) del Land de Schleswig-Holstein –si este no revisa su decisión de no aceptar la causa por rebelión y la cuestión de la violencia (en su equivalente alemán de alta traición)–, sino el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) con una sentencia prejudicial, que dirima el conflicto entre el tribunal regional alemán y el Supremo español.
El caso de esta Euroorden es complejo, y hasta cierto punto innovador. Primero porque el sistema no cubre todo tipo de delitos, sino de forma semiautomática una lista de 32, en la que no figura el de rebelión o sus equivalentes. Y de equivalencias también se trata, además del tema de la malversación y el más profundo de confianza en los sistemas judiciales de los países partes, casi todos los de la UE. Sin excluir que pueda subir también al Constitucional alemán, el TJUE –con más autoridad que el tribunal de Schleswig-Holstein– tendría que aclarar las cosas, con una sentencia prejudicial, sin caer en un juicio previo como tampoco debe hacerlo esa corte regional alemana.
Con el sistema de la Euroorden, la UE no ha llegado aún en el terreno de la justicia al reconocimiento de equivalencia de normas que rige, por ejemplo, para el Mercado Interior. Tiempo al tiempo. Este caso –aún más que cuando el Tribunal de Estrasburgo condenó a España por el trato inhumano a los terroristas de la T4 de diciembre de 2006– está provocando reacciones desairadas en amplios sectores de la política y los medios españoles. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, consciente de lo que valen las relaciones con Alemania y de que se trata de una cuestión entre judicaturas, no entre gobiernos, se ha mantenido prudente. El Gobierno ganó la batalla diplomática en Europa (y más allá) contra el independentismo catalán y sus modos anticonstitucionales, pero, en el terreno europeo e internacional, el pulso político y el mediático están abiertos, más incluso que antes tras la detención en Alemania de Puigdemont.
Si por este caso una parte amplia de la política española se vuelve anti europeísta, y otra parte lo sigue siendo por las políticas de austeridad, España perderá. La ciudadanía de este país es mucho más europeísta que Francia como ha puesto de relieve una encuesta de la Asociación Diálogo y el Real Instituto Elcano, según la cual un 62% de los españoles frente a un 40% de los franceses consideran positiva su pertenencia a la Unión. Mas si por las consecuencias del procés –que lo está emponzoñando todo– se resquebraja el europeísmo español, no sólo España perdería peso en la UE, sino que aumentarían las tendencias centrífugas en el país. Cuidado con la actitud ante una Europa que, aunque a veces de modo que puede no gustar, refuerza el Estado de Derecho