Angela Merkel, como canciller de Alemania, ha dominado la política europea durante cuatro mandatos, 15 años, muchos de ellos complejos y difíciles. A veces con valentía, otras sin ella; más como táctica, gestora de crisis, que como estratega, sin verdadera visión, aunque trabajadora infatigable, estudiosa, conocedora a fondo de todos los dossiers que trataba y firme creyente en las virtudes de la negociación y en sus propios valores. Su salida, y la posible llegada a la Cancillería más poderosa de la UE del socialdemócrata Olaf Scholz, junto a otros movimientos en curso, abre una nueva oportunidad para Europa.
En la dura crisis primero económica y financiera y luego de deuda que empezó en 2008 con la caída de Lehman Brothers en EEUU, Merkel “salvó el euro”. Pero impuso un sufrimiento, un sacrificio, excesivo a Grecia –como luego ella misma reconocería– e incluso a España e Italia, que no han llegado a recuperarse del todo al mezclarse la recuperación de esa crisis con los efectos de la pandemia. En el G20 apostó desde el principio por una política fiscal keynesiana, pero luego, respondiendo únicamente a los intereses nacionales de una Alemania más envejecida y consecuentemente preocupada por sus fondos de pensiones, le dio un frenazo repentino a principios de 2010 a la política expansiva, que pilló a otros países, como España, desprevenidos. En la crisis de la deuda, en la que se la identificó con “la austeridad”, Merkel creía siempre que la situación se iba a resolver, o al menos encauzar, en la siguiente reunión del Consejo Europeo, pero no fue así.
La segunda Merkel fue mucho más decidida y valiente, a veces contra la opinión de su partido, la Unión Democristiana, y de sus conciudadanos (por ejemplo, en materia de refugiados de la guerra civil de Siria), aunque quizá no visionaria. Con el parón de la energía nuclear para 2022 marcó un hito. Con los confinamientos en contra de la opinión de los Länder, también. Sobre todo, ante la crisis económica derivada de la pandemia, con su decidido apoyo –iniciativa que no salió de Berlín– al paquete de recuperación, transformación y resiliencia de 750.000 millones de euros, aunque no se trate de momento de un precedente o de un paso hacia una Unión Fiscal de la UE o al menos de la Eurozona. Ha favorecido la idea de soberanía o autonomía tecnológica europea, con una plétora de iniciativas impulsadas desde Berlín y desde una Comisión Europea, presidida por una alemana, aunque el liderazgo político, que no técnico, de Ursula von der Leyen, y más aún el del presidente del Consejo, el belga Charles Michel, dejen que desear. En materia de política de defensa, ha llevado una acción más activa y participativa por parte de Alemania –aunque la empezó su predecesor Gerhard Schröder, ha apoyado la idea de una defensa europea y de más gasto, pero la realidad es que las fuerzas armadas alemanas siguen sufriendo de falta de medios–. Alemania pesa, pero no es una potencia en el pleno sentido del término.
¿Qué puede cambiar? Si llega a gobernar, como indican las encuestas, Scholz, ministro de Finanzas saliente (ya dice mucho) lo tendrá que hacer al frente de una coalición, aún no clara –habrá que esperar a las elecciones del día 26 y luego a las negociaciones posteriores– pero que previsiblemente incorporará en cualquier caso a Los Verdes. Pero ya casi todos son –somos– verdes, en Alemania y más allá. La política de lucha contra el cambio climático puede recibir un nuevo impulso.
Un canciller Scholz, aún sin dejar de defender los intereses nacionales, si bien con otra visión, probablemente sea más activo en cuestión de “soberanía europea”, tecnológica y de seguridad y defensa, lo que se puede reforzar con la crisis de confianza en Washington y de identidad de la OTAN tras la debacle de Afganistán y la crisis provocada con Francia, y hasta cierto punto con Alemania, por la venta y cesión de tecnología de submarinos nucleares a Australia para contrarrestar a China. Les anglosaxons, hubiera dicho De Gaulle.
El avance hacia una Unión Bancaria en la Eurozona, que no hacia una Unión Fiscal –la oposición democristiana, más partidaria de la vuelta a la austeridad, le echa en cara a Scholz que defienda una “Unión de Deuda” y un “euro blando”–, aunque todos defienden crear una unión de mercados de capital en la UE. Habrá ocasión de revisar con mayor flexibilidad los criterios del Pacto de Estabilidad de la Unión Económica y Monetaria (déficit, deuda e inflación), sobre todo si hay otros cambios importantes de gobierno en otros países centrales de la UE.
Italia está en esta línea, como España. En los países nórdicos, vuelve a predominar la socialdemocracia, lo que no significa que dejen de ser frugales. Incluso, desde fuera, en EEUU, Biden es un gran keynesiano. Pero que domine el centro-izquierda en los países centrales de la UE, España incluida, no es garantía, como ya ocurrió en el pasado. La gran incógnita es Francia con sus elecciones presidenciales y legislativas (por este orden) en abril próximo, que se verán en parte marcadas por la visión de Europa, en una contienda que ya no es sólo a dos (Macron y Le Pen). En ese semestre, Francia ejercerá la presidencia del Consejo de la UE, y aunque esta figura ha perdido importancia con el Tratado de Lisboa, Macron querrá aprovechar la situación –y el cierre del proceso de democracia participativa y deliberativa que habrá supuesto el experimento de la Conferencia sobre el Futuro de Europa– para marcar su política europea, aprovechando la llegada de un nuevo canciller más proclive en Berlín. Aunque en la UE, más que liderazgo alemán (o franco-alemán), se trata de construir un liderazgo colectivo potente.
Está por ver también la política hacia Rusia. Merkel impulsó a la vez las sanciones desde 2014 y el gasoducto Nord Stream 2 que no gusta ni a algunos vecinos ni a Washington. En cuanto a China, Merkel separó la defensa aparente de los derechos humanos –puramente declarativa– de la política económica y comercial, que impulsó. Puede que haya cambios, aunque es una política guiada esencialmente por los intereses industriales alemanes.
En resumen, con la salida de Merkel, la líder más popular en Europa (más popular que su propio país), la UE pierde un referente, pero gana posibilidades. Se abre una ventana de oportunidad y de nuevo dinamismo. De momento sólo eso. Pero eso no es poco.