La elección de Donald Trump a la Presidencia de EEUU, tras el referéndum sobre el Brexit –y ambos acontecimientos han cogido a los dirigentes europeos desprevenidos–, ha puesto a Europa ante otro espejo. En ambos reflejos la UE se ve dividida pero necesitada de unidad y de iniciativa. La UE necesita tener una respuesta frente a lo que puede significar Trump, y lo que ella misma y sus Estados requieren. Lo que no está nada claro es que esté en disposición de poder hacerlo. Está por ver si más que vacuna, y un nuevo impulso para Europa, la llegada de Trump a la Casa Blanca –una especie de “Brexit americano” solo que esta vez para la imposible “globalización en un solo país”, como se ha dicho–, puede más bien contagiarse a partidos, movimientos y electores antieuropeístas en la UE.
La idea, en principio loable y muy necesaria, de que la Unión debe tomar un nuevo impulso, no se hizo notar en septiembre en la cumbre de Bratislava a 27 (sin el Reino Unido) y para la siguiente, a 28, en diciembre, hay poco que haya madurado. Habrá que esperar a 2018, como pronto, tras pasar un 2017 que puede resultar convulso con elecciones en Francia, en Alemania y en los Países Bajos. Sin olvidar el referéndum del próximo 4 de diciembre sobre la reforma política, cuestión en principio interna en la que Matteo Renzi se juega su futuro, el de Italia y también en parte el de Europa. Es decir, en la redefinición de las relaciones transatlánticas, de la propia Europa y de la agenda mundial, el tiempo juega a favor de Trump y en contra de Europa, pues para finales de 2017 su Administración ya habrá determinado plenamente su agenda.
Las relaciones transatlánticas, y el propio concepto de Occidente, cambiará con una Administración Trump, que no sabemos aún en qué consistirá, salvo que su titular prometió invertir la visión internacionalista (no multilateralista, sin embargo) de sus predecesores en el cargo. Aunque ya Obama pidió que sus socios y las organizaciones internacionales asumieran un mayor papel global, mientras ellos, en una expresión que se le atribuyó y que irritó al Departamento de Estado, “lideraban desde atrás”.
Se está produciendo una cierta desglobalización y desoccidentalización del mundo, se hunde el TTIP, el Acuerdo de Comercio e Inversiones, que Trump rechaza pero cada vez más europeos también, y que habrá que reinventar de una forma más modesta. Europa debe defender el Acuerdo de París sobre cambio climático al que se opone Trump, y para ello cuenta con el apoyo de China. Por no decir que, con éste en la Casa Blanca, puede regresar en una parte de los europeos un mayor antiamericanismo, que Barack Obama había desactivado. Quizá con el 45º presidente de EEUU las relaciones con Rusia mejoren y todos se impliquen más en la lucha contra el Estado Islámico, si bien Trump puede dificultar las cruciales relaciones con China y desestabilizar aún más la economía mundial.
Algunos podrían pensar que la actitud de Trump de forzar a los europeos a pagar más por su defensa favorecerá ya en diciembre, bajo al impulso de Alemania, Francia, Italia y España, un avance europeo en esta materia. La ministra alemana de Defensa, Ursula von der Leyen, y la Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Federica Mogherini, son de la opinión que esta es una ocasión para dar pasos decisivos hacia una Unión de defensa (no un “ejército europeo”). Para la primera, tras la victoria de Trump, Europa y Alemania tendrán que ser “más autosuficientes en cuestiones de seguridad”.
Si Trump lleva a la práctica su advertencia y desdeña el valor de la OTAN, el sentido de la Alianza Atlántica (la más longeva y mayor del mundo contemporáneo y que le da a EEUU una palanca de poder importante) cambiará. Pero hoy por hoy, la OTAN sigue siendo la clave de bóveda de la seguridad europea, si bien con Trump habrá más dudas sobre la credibilidad del “paraguas” estadounidense. Es posible que el Consejo Europeo de diciembre avance modestamente en este terreno, pero la defensa propiamente europea, pese a contar con un amplio apoyo popular en las encuestas, no es una urgencia para los electores, que quieren que la UE contribuya a resolver sus problemas o preocupaciones más inmediatas, desde la seguridad contra el terrorismo yihadista –eso sí– a un control de la inmigración y la recuperación de esas clases medias y trabajadoras que se sienten venidas a menos, abandonadas y en pérdida de identidad (y esa ha sido la base social del triunfo de Trump). Además, hay que completar la Unión Económica y Monetaria y luchar, lo que se está haciendo, contra la elusión fiscal de las grandes empresas, sobre todo las digitales.
En Europa, como en EEUU, los electorados están muy revueltos y muy volátiles. El europeísmo ha bajado varios grados y el euroescepticismo ha crecido. Incluso con Trump en Washington no es seguro que los ciudadanos europeos estén por esa expresión tan manida de “más Europa” sino, al contrario, por un cierto repliegue a lo nacional, en lo identitario, que también pesa. El euroescepticismo, con la notable excepción de los españoles, y el pesimismo sobre Europa se está extiendo por la UE, según refleja la encuesta de Demos en la que ha participado el Real Instituto Elcano, parte de un proyecto de investigación titulado “Nada que temer más que el miedo” (“Nothing to fear but fear itself”). Pero en eso estamos: llenos de temores y miedos.
De ahí la importancia de la carta de Merkel a Trump en la que, además de felicitarle, en un gesto nada habitual le recuerda los “valores compartidos” sobre los que ha de basarse su relación: “La democracia, la libertad, así como el respeto al imperio de la ley y la dignidad de cada persona, independientemente de su origen, color de la piel, credo, género, orientación sexual u opiniones políticas”. El problema es que en la propia UE se están empezando a cuestionar en algunos sectores y Estados esos valores.
De Gaulle habló en su día de EEUU como el “federador externo” de Europa en sentido positivo. Negativamente, Trump podría actuar también como tal. Pero no conviene equivocarse: los problemas de los europeos vienen en buena parte de ellos mismos. No hay que buscar responsabilidades externas. Nadie de los que se sientan en el Consejo Europeo piensa en estos momentos en términos europeos, sino esencialmente nacionales. Viven introvertidos. Y si se produce, el “efecto contagio” agravará la situación.