La reactiva y muy cautelosa respuesta que está dando Europa a los acontecimientos en el mundo árabe está alimentando una imagen de titubeo o de incoherencia entre su retórica previa, sustentada en valores democráticos, y la acción diplomática real en las últimas semanas. El descrédito resultante no sólo está alcanzando al interior de los veintisiete –lo que no es novedoso, considerando la ya asentada línea editorial de autoflagelación con la que se emplean últimamente la prensa y los analistas europeos- sino también a las opiniones públicas de los países afectados por la ola revolucionaria, que quizás esperaban una actitud menos timorata por parte de los vecinos del Norte.
- ¿Por qué a Europa le ha costado tanto –y le sigue costando- acomodar su supuesto discurso prodemocrático a su actuación durante los acontecimientos?
- A la vista de los acontecimientos en Túnez y Egipto, ¿no debe Europa arrepentirse de ese pragmatismo?
- Y, con la lección de Túnez y Egipto, en relación con Libia, ¿no podía estar actuando Europa mejor?
- ¿Ha hablado Europa con una sola voz ante los acontecimientos?
- ¿Sale Europa mal parada de esta ola de movilizaciones políticas democratizadoras en el mundo árabe?
¿Por qué a Europa le ha costado tanto –y le sigue costando- acomodar su supuesto discurso prodemocrático a su actuación durante los acontecimientos?
Aunque solo sea por los valores dominantes entre los ciudadanos –que son a quienes los líderes rinden cuentas electorales-, la política exterior europea no puede ignorar los valores democráticos. Es más, las diplomacias de la UE y de los estados miembros están seguramente convencidas de que, a medio o largo plazo, la extensión de la democracia liberal a los países de su entorno redundaría en mucha mayor estabilidad y progreso para la propia Europa. Sin embargo, una cosa es tener ideales democráticos y otra distinta es que éstos guíen en primer lugar la acción exterior en el corto plazo; sobre todo en una región tan sensible para los intereses europeos. Se puede concluir que eso es cinismo criticable o, en cambio, que se trata de realismo responsable.
Pero, con independencia del juicio que merezca, lo cierto es que la visión dominante en los últimos años entre los políticos y diplomáticos europeos es que el norte de África y Oriente Medio es un ámbito donde priman los riesgos sobre las oportunidades. Desde luego, existe un elevado potencial desestabilizador en diversas dimensiones: el peligro de flujos migratorios incontrolados, la falta de garantía del suministro energético (tanto por la producción directa de hidrocarburos en Argelia o Libia como por el abastecimiento que se provee a través de Suez), la amenaza terrorista, la posibilidad de radicalización islamista, el posible surgimiento de estados fallidos, o incluso el escenario de conflicto abierto (y no sólo en el ámbito palestino-israelí sino también en forma de guerras civiles, como los casos de Libia o Yemen están mostrando).
Precisamente por la importancia estratégica del mundo árabe, Europa ha preferido durante muchos años mantener una cooperación fluida con esos gobiernos y sus líderes autoritarios más o menos pro-occidentales; asumiendo que eso obligaba a que descendiese la condicionalidad democrática en el orden de prioridades. Máxime cuando otras experiencias previas de revueltas en principio democratizadoras (como ocurrió en Palestina hace diez años, en Argelia hace veinte, o en Irán hace treinta) no habían tenido un desenlace feliz.
De todos modos, esa ‘realpolitik’ europea no se ha traducido en oposición a los acontecimientos salvo algunas actitudes iniciales concretas (luego rectificadas y que podrían suponer ahora responsabilidades políticas), que sobre todo se han dado en los ministerios de Exteriores de Francia o Italia, excesivamente vinculados a las antiguas élites tunecina y egipcia. Lo que en cambio sí ha habido de modo generalizado es una cautela que algunos pueden juzgar ahora, retrospectivamente, como excesiva. Pero que otros, en cambio, y dependiendo de cómo evolucionen los acontecimientos, pueden esgrimir como plenamente justificada.
A la vista de los acontecimientos en Túnez y Egipto, ¿no debe Europa arrepentirse de ese pragmatismo?
Los responsables europeos dicen no estar arrepentidos de esa prudencia inicial: no tanto por las razones arriba expuestas (aunque a nadie se le escapa que persisten las dudas sobre el éxito final del proceso o la preocupación por sus efectos ‘colaterales’ ya tangibles en Libia, en Lampedusa o en el precio del petróleo), sino también porque otra actitud más entusiasta podría haber sido incluso contraproducente si se hubiese podido interpretar como una injerencia de las antiguas potencias coloniales francesa o británica y haber alimentado una reacción a las revueltas con argumentos nacionalistas. Es más, la doctrina dominante en la diplomacia europea, reforzada tras el traumático fracaso de la idea de ‘paz democrática’ impuesta en Iraq por George W. Bush, es que las democratizaciones se pueden apoyar y se deben acompañar si así lo desea la población del país en cuestión, pero no se imponen o se incitan.
De todos modos, e incluso desde una visión realista que considere prioritario el seguir manteniendo relaciones fluidas en el futuro con esos países independientemente de su régimen político, lo cierto es que Europa no ha tenido rapidez de reflejos para darse cuenta que, a partir de cierto umbral de contestación popular, la posición más pragmática consiste en ser idealista. Es decir, que había –y, por tanto, que hay- que ayudar a quienes protestan aunque solo sea porque, una vez derribados los tiranos, van a protagonizar el nuevo proceso político.
Además, es evidente que si las opiniones públicas están percibiendo que la acción exterior europea se ha gestionado muy mal, es porque –como mínimo- no se ha gestionado muy bien. Es verdad que el margen de actuación no es muy grande pero se podía haber escenificado mejor lo que sí se ha hecho: contactos estrechos entre los líderes nacionales y reuniones del Consejo de Asuntos Exteriores de la UE para coordinar mensajes, rápida congelación de cuentas bancarias a los exdictadores, visita sobre el terreno de la Alta Representante, planteamiento de la reforma de la política de desarrollo para que sea capaz de afrontar situaciones inesperadas, etc. Y, de ese modo, no haber dejado que la impresión dominante se fijase en lo que no se ha hecho o se ha hecho mal: desconcierto inicial, falta de rapidez y de visibilidad en la respuesta, no demasiada contundencia, o impresión de que lo que más preocupaba era la llegada de masiva inmigrantes o la subida del petróleo.
Y, con la lección de Túnez y Egipto, en relación con Libia, ¿no podía estar actuando Europa mejor?
Ante los graves acontecimientos de Libia, poner el foco de la crítica sobre Europa en general, y sobre la UE en particular, es desproporcionado e injusto. Es verdad que, mirando ahora retrospectivamente, el deseo comprensible de mantener buenas relaciones con Gadafi para cooperar en el control migratorio o el negocio energético ha llegado en estos años a extremos del todo condenables por parte de los estados miembros (con excesos sonrojantes que alcanzan no sólo a Italia sino a todos los grandes estados), pero lo cierto es que la UE siempre ha sido reticente en sus relaciones con Libia y, de hecho, es la relación bilateral menos desarrollada de todas las del espectro euro-mediterráneo.
Por otro lado Europa en general, y la UE en particular, puede hacer muy poco en el corto plazo contra una brutal represión de carácter interno. Pese a todo, teniendo en cuenta todos los condicionantes procedimentales, la reacción ha sido mucho más rápida y firme que en precedentes parecidos (piénsese en Chechenia, Xinjiang o Birmania). Ashton ha anunciado la suspensión inmediata de la negociación del acuerdo marco, se han planteado sanciones comerciales (incluyendo desde luego la venta de armas), y se ha expresado una condena tan firme que, de hecho, parece haberse roto definitivamente el hilo político con el líder libio, al margen de que consiga resistir en el poder.
¿Ha hablado Europa con una sola voz ante los acontecimientos?
Europa, a diferencia de Estados Unidos, no puede hablar con una sola voz ante los acontecimientos mundiales porque tiene veintiocho: las de las veintisiete diplomacias nacionales y la de la Unión Europea como tal. El Tratado de Lisboa ha conseguido que esta última (la de la UE, que antes era a su vez triple y que implicaba a la Comisión, a la Presidencia rotatoria del Consejo y al antiguo Alto Represenante) se haya ahora unificado en la nueva Alta Representante, pero no ha eliminado el hecho de que la política exterior es ante todo una competencia de los estados miembros.
Es verdad que puede ser deseable unificar la acción internacional de Europa (sumando a la UE y sus miembros) para ganar relieve como actor mundial pero, ante acontecimientos producidos en una región tan geográficamente próxima y con vínculos históricos, culturales, comerciales o de seguridad tan relevantes para muchos estados miembros (Francia, Italia, Reino Unido, Alemania, España, Grecia, Chipre, Malta,…) no sería realista pensar que en esta ocasión se iba a producir una única respuesta que ni siquiera se ha dado en crisis más remotas como el terremoto de Haiti o el golpe de estado de Honduras.
No obstante, si se contemplan los acontecimientos precisamente desde el punto de vista de la intensidad estratégicas de esas relaciones, más bien resulta reseñable que Europa no ha hablado con una sola voz pero sí lo ha hecho con mensajes muy parecidos y bastante concertados: por un lado, los grandes estados europeos (primero Francia, Reino Unido y Alemania; a los que luego se sumaron Italia y España) han hablado a través de declaraciones conjuntas publicadas por la Presidencia de la República Francesa y, por el otro, la UE lo ha hecho por la boca exclusiva de Catherine Ashton, sin que afortunadamente haya intervenido la Presidencia húngara (que, en todo caso, ha acompañado los movimientos allí donde le correspondía) ni el Presidente del Consejo Europeo.
Y el hecho más interesante no es sólo que no ha habido apenas disonancias (salvo los matices de Berlusconi), sino que se ha tomado como natural por todos que, en este caso, Europa era un actor más o menos propio por encima de las especificidades estatales. En el mundo globalizado de 2011 empieza a parecer ridículo de forma natural que un estado europeo tenga su propia política exterior, descoordinada de Bruselas y de los demás socios, en un proceso como éste. Por supuesto, se podría aspirar a mucha más unidad de acción y más intensidad diplomática (como han exigido los grupos políticos del Parlamento Europeo o la mayor parte de los analistas) pero el pluralismo y el trabajado consenso, tan consustanciales al modo de decidir europeo, casan mal con el liderazgo proactivo y las consignas llamativas que en cambio sí puede desempeñar EEUU, como se evidenció de forma clara en las últimas horas de Mubarak.
¿Sale Europa mal parada de esta ola de movilizaciones políticas democratizadoras en el mundo árabe?
En un primer momento, sí. Y por los motivos señalados en las dos preguntas anteriores: (i) por el desconcierto y la quizás excesiva cautela inicial, y (ii) por la falta de protagonismo (al menos, en relación con EEUU) a partir del momento en que se decidió apoyar el proceso. Sin embargo, con una aproximación menos coyuntural, las revueltas traen algunas buenas noticias.
Para empezar, de manera general, puede decirse que se ha desacreditado la tesis –sobre la que tanto han especulado en los últimos años los analistas de la globalización y los teóricos de la democracia- de que algunos regímenes políticos alternativos a los de las democracias liberales pudieran convertirse en modelos atractivos para las sociedades no occidentales. Es decir; no parece que China o Rusia sean los regímenes que tengan en mente los jóvenes manifestantes.
Por otro lado, es seguro que pasado el momento dramático de la revuelta, el protagonismo de Europa –que se mueve con dificultades en los momentos críticos donde se requiere decisionismo pero que es mucho más propicia al trabajo en programas con impacto a medio y largo plazo- crecerá.
Un tercer elemento positivo que puede derivarse de los acontecimientos revolucionarios tiene que ver con el efecto demostración que han tenido sobre las limitaciones hacia el futuro de mantener una diplomacia fragmentada. No sólo porque la unión hace la fuerza sino para proteger a los estados de tentaciones bilaterales. Es decir, del mismo modo que la integración supranacional en otros ámbitos siempre ha estado animada por el deseo de evitar la lógica de “free-riding” entre los estados, en este caso se ha evidenciado que todos los estados pueden ganar en su relación con los vecinos del sur si esa acción está europeizada; es decir, si hay garantías de que ninguno de ellos se aprovechará de relaciones privilegiadas porque todos siguen una estrategia común.