Hace tiempo que los ciudadanos más informados están pendientes de la guerra comercial. Han oído hablar de la corrosión de las reglas de la globalización y de los ataques de EEUU al sistema multilateral de comercio y a sus socios europeos. También de que la causa del unilateralismo agresivo estadounidense proviene tanto de las pulsiones nacionalistas de Trump como de la preocupación de sus elites –y también de las europeas– ante el rápido desarrollo de la economía china, que con su modelo de capitalismo de Estado permite a sus empresas ir “dopadas” cuando salen a competir al exterior. Asimismo, habrán oído que, de todo esto, lo más peligroso es la guerra comercial entre China y EEUU, cuyo diálogo de sordos parece haberse colapsado y que podría llevar el proteccionismo estadounidense a cotas tan altas como las alcanzadas en 1930 (cuando se aprobó la ley arancelaria Smoot-Hawley), que fueron el inicio de lo que hoy llamamos la desglobalización del período de entreguerras, que estuvo vinculada a una larga recesión acompañada de devaluaciones competitivas y tensiones internacionales. Por último, si se creen los modelos que estiman el impacto económico de la guerra comercial (que siempre hay que tomar con extrema cautela, aunque los hagan los mejores expertos), estarán muy preocupados ante la posibilidad de que esta contienda comercial frene el crecimiento, hunda las bolsas y desencadene una recesión.
“(…) lo que se estaría abriendo paso con cada vez más fuerza sería el neo imperialismo, por el que tanto EEUU como China utilizarían su poder económico y tecnológico para debilitar al otro”
Sin embargo, hasta ahora, el ciudadano medio español ha permanecido ajeno a estos temas. En Europa, los precios de las importaciones casi no han subido y el crecimiento, de momento, no se está viendo seriamente amenazado por el proteccionismo. Pero esto va a cambiar. El anuncio de Trump de incluir a la empresa china Huawei –líder en tecnología 5G– en una lista negra, de forma que ninguna empresa estadounidense pueda hacer negocios con ella ni venderle componentes sin una licencia, va a llevar a que cualquier consumidor con un móvil Huawei tenga que cambiarlo, ya que no podrá actualizar el sistema operativo con Android, producido por Google (tras el anuncio inicial se han dado tres meses de moratoria, pero el momento llegará pronto). Y esto es sólo el principio. Intel también ha anunciado que dejará de venderle componentes a Huawei y sólo es cuestión de tiempo antes de que otras empresas como Microsoft tomen medidas similares. En ese caso, China, que ya ha anunciado una nueva subida de aranceles sobre las importaciones estadounidenses, podría tomar más represalias. Podría prohibir las exportaciones de tierras raras, que son 17 elementos químicos que se utilizan en la producción de bienes de alta tecnología y de los que China tiene el 97% de las reservas mundiales o hasta vender parte de sus ingentes de reservas denominadas en dólares, lo que elevaría súbitamente los tipos de interés en EEUU, reduciendo su crecimiento. Pero, en ese caso, EEUU podría contraatacar revocando el visado a los más de 430.000 estudiantes chinos que actualmente están matriculados en universidades norteamericanas (el año pasado ya se restringió la concesión de visados a estudiantes extranjeros, sobre todo para que puedan trabajar y ganar experiencia tras terminar sus estudios). Y así suma y sigue. Entraríamos en una espiral de confrontación que no se sabría dónde terminaría, y que ya se ha bautizado como una segunda guerra fría (que todos desean que se mantenga fría), y que comenzó como una contienda comercial que mutó en guerra tecnológica.
Los europeos, por lo tanto, empezaremos a notar este conflicto geopolítico en nuestros bolsillos, mientras las economías de EEUU y China se van desvinculando (con dolorosos impactos para las cadenas de suministro globales, al igual que sucedería con un Brexit sin acuerdo) mientras avanzamos lentamente hacia un mundo de bloques enfrentados y mucho menos próspero.
De ser así, lo que se estaría abriendo paso con cada vez más fuerza sería el neo imperialismo, por el que tanto EEUU como China utilizarían su poder económico y tecnológico para debilitar al otro, obligando a los demás países a tomar partido y someterse a las normas del imperio al que se adhieran (las amenazas estadounidenses a las empresas europeas que hagan negocios con Irán o Cuba pueden leerse también en clave neo imperialista).
Esto es especialmente peligroso para los países de la UE que, acostumbrados a un mundo de reglas multilaterales que promovía las ganancias mutuas generadas por la apertura económica y disfrutaba del aumento de la prosperidad (a veces mal repartida), creían haber dejado atrás el nacionalismo y el imperialismo. Europa fue protagonista de ambos: los grandes imperios fueron europeos y el nacionalismo los llevó a enfrentarse. Por eso, como explica el historiador Timothy Snyder, la construcción de la UE fue una forma de organización política que superaba el nacionalismo y trazaba un nuevo camino de esperanza para los países europeos que se habían quedado sin imperio. En otras palabras, la integración europea fue una necesidad existencial para los viejos imperios europeos una vez que se enfrentaron en guerras y perdieron sus territorios de ultramar (y con ello sus mercados) con el proceso de descolonización en las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.
Pero la historia no termina como planteaba Francis Fukuyama, sino que se repite (al menos parcialmente), y cada vez parece más claro que el mundo está volviendo rápidamente al juego imperial, donde las reglas globales se olvidan, los nuevos imperios dictan sus normas en sus áreas de influencia y los países pequeños se someten. Y los líderes imperiales, ya sea en EEUU, China o Rusia, no son precisamente admiradores de la democracia liberal que tanto gusta a los europeos. La UE es, a día de hoy y aunque cueste verlo desde dentro, el único lugar del mundo en el que la lógica imperial todavía no se está abriendo camino, y donde la superación del Estado-nación por el proyecto europeo garantiza el Estado de Derecho, la defensa de las minorías y otras muchas cosas. Pero para que esto siga siendo así, tal vez, la Unión se deba empezar a comportar, de puertas afuera, como un imperio; dejando de ser una potencia “herbívora” para convertirse en una “carnívora”.
“La UE es, a día de hoy y aunque cueste verlo desde dentro, el único lugar del mundo en el que la lógica imperial todavía no se está abriendo camino”
Para lograrlo necesitará mayor cohesión interna, confianza y asertividad en su política exterior y una mayor autonomía estratégica en materia de seguridad y defensa. Además, en la medida de lo posible, debe trabajar para preservar (o refundar) todo lo que se pueda del orden liberal basado en reglas que se está desmoronando ante sus ojos. De hecho, a día de hoy, la UE es la única potencia que puede intentar liderar la reforma de la maltrecha Organización Mundial del Comercio en su conjunto. Y otros países, que también quedarían en las periferias de los imperios chino o norteamericano, como Canadá, Japón, Corea del Sur, Australia y los países latinoamericanos, entre otros, estarían encantados de acompañar ese liderazgo europeo para mantener un mundo de reglas y evitar la vuelta de la ley del más fuerte.
Sin embargo, por si el sistema multilateral termina colapsando y el neo imperialismo continúa ganando terreno (algo a día de hoy factible, especialmente si Trump gana las elecciones en 2020), la Unión tiene que prepararse para un mundo de bloques y acuerdos preferenciales cruzados donde las reglas comerciales globales brillen por su ausencia y el derecho internacional sea más la excepción que la regla en las relaciones internacionales. Para ello, tiene que seguir trazando una nutrida red de acuerdos preferenciales donde avance sus intereses comerciales ofensivos, pero también sus valores, desde el respeto a la democracia liberal hasta los derechos humanos y a la sostenibilidad medioambiental.
“(…) hace falta aumentar la legitimidad de los intercambios comerciales, lo que pasa por compensar más y mejor a los perdedores de la liberalización dando contenido al concepto macroniano de “la Europa que protege””
En este nuevo contexto, la política comercial ya no pueda pensarse de forma aislada. Como instrumento de política económica exterior, deberá estar íntimamente vinculada con otras, especialmente la de defensa, la industrial y de innovación tecnológica y la de internacionalización del euro, que requiere como paso previo completar la unión monetaria con una unión bancaria completa, una unión fiscal y eurobonos. Al mismo tiempo, de puertas adentro, y para asegurar que los europeos sigan apoyando la integración económica –que hasta ahora ha formado parte del ADN de la Unión– y se alejen de los postulados nacionalistas que pretenden volver a un Estado nación que en realidad nunca existió (lo que existieron fueron los imperios europeos, y esos ya no volverán), hace falta aumentar la legitimidad de los intercambios comerciales, lo que pasa por compensar más y mejor a los perdedores de la liberalización dando contenido al concepto macroniano de “la Europa que protege”.
Todo ello exigirá a la Unión tener una mayor visión estratégica y seguir construyendo, en palabras del Tratado de Roma, una “Unión cada vez más estrecha”. Si no lo hace, se verá condenada a ser tan sólo una provincia de otro imperio, pero eso seguramente es algo que los europeos no quieren.