La pregunta no es retórica. Cuando la Asamblea General de Naciones Unidas adoptó en septiembre de 2006 la Estrategia Global contra el Terrorismo, la versión más trasnacional de este fenómeno –es decir, la que en última instancia explica una iniciativa de semejante alcance por parte de la comunidad internacional— no era una amenaza menor para la seguridad nacional, la estabilidad regional e incluso la paz mundial de cuanto lo es hoy en día. Podría incluso aducirse, con fundamento, tanto que los focos y fuentes de dicha amenaza se han incrementado como que su intensidad es igual si no mayor en la actualidad.
Visto desde esa óptica, los resultados de la Estrategia Global contra el Terrorismo, cuya cuarta revisión bianual terminó en Nueva York el viernes 13 de junio de 2014 con una nueva resolución consensuada, serían entre imperceptibles y escasamente significativos. Salvo, claro está, que se le atribuya la evolución de dicha violencia, lo cual no es el caso pues todo indica que ha obedecido, entre otros factores, a la propia resiliencia de las organizaciones terroristas existentes, a los escenarios de inestabilidad y de conflicto que han favorecido su proliferación, o a la utilización de medidas antiterroristas inapropiadas, en no pocos casos claramente contraproducentes.
Así pues, para valorar el impacto de la Estrategia Global contra el Terrorismo hay que mirarla desde otro ángulo. Cabe considerar, por ejemplo, su importancia en el desarrollo de capacidades estatales y resiliencia social, especial aunque no exclusivamente en aquellos países más o menos vulnerables que con anterioridad tuviesen acusadas deficiencias al respecto. O cabe también apreciar la medida en que ese instrumento de Naciones Unidas es o no el cauce a través del cual discurren los principales esfuerzos que la comunidad internacional lleva a cabo para hacer frente con eficacia a las causas y consecuencias del terrorismo.
Antes y después de que el Secretario General estableciera en 2005 la Counter Terrorism Implementation Task Force (CTITF), se han desarrollado diversos planes que efectivamente desarrollan contenidos incluidos en los cuatro pilares de una multifacética agenda. Pero la provisión de una muy especialmente necesaria asistencia técnica a los países que la solicitan en alguna de las dimensiones contempladas en la Estrategia Global contra el Terrorismo, por lo común en forma de proyectos específicos aislados, así como las tareas de supervisión de sus avances, quedan aún muy por debajo de lo que cabría esperar y generalmente van acompañadas de muchas reuniones pero escasa evaluación de resultados.
En conjunto, problemas internos de coordinación y coherencia lastran extraordinariamente los avances de la actual arquitectura antiterrorista de Naciones Unidas, como queda de manifiesto en el informe Blue Sky II. Progress and Opportunities in Implementing the UN Global Counter-Terrorism Strategy, elaborado este mismo año por el Global Center on Cooperative Security. Mientras, gran parte de la colaboración que se presta a países necesitados de contar con instrumentos y agencias antiterroristas es de carácter bilateral, otras no entroncan como sería lo apropiado con las actividades de Naciones Unidas en ese mismo ámbito, que por añadidura debería estar estrechamente conectado a los más amplios sobre seguridad y desarrollo.
El mero hecho de que en los últimos años haya surgido, al margen de Naciones Unidas, el denominado Global Counterterrorism Forum (GCTF), auspiciado por las autoridades de Estados Unidos pero con un notable elenco de países intervinientes, es en sí mismo revelador de las limitaciones de que adolece en su implementación la Estrategia Global contra el Terrorismo. Además pone en entredicho el liderazgo mundial de aquel organismo internacional a la hora de edificar capacidades nacionales o regionales en la materia, pese a que formalmente se presente como una fórmula con la cual se favorece asimismo dicha Estrategia.
En relación con estos y otros problemas que tiene la Estrategia Global contra el Terrorismo, la revisión apenas concluida denota más pasividad que autocrítica. Introduce, eso sí, apelaciones normativas al respeto de la privacidad en el control y almacenamiento con propósitos antiterroristas de comunicaciones de carácter digital. Igualmente a que los Estados no recurran a medidas que contrarias al derecho internacional –con una mención expresa al uso de aeronaves pilotadas por control remoto— ni paguen rescates o hagan concesiones políticas a los terroristas en el supuesto de secuestros.
En la aceptación por consenso de este tipo de llamamientos, numerosos países incurren en un ejercicio de hipocresía que se en Naciones Unidas se da por descontado en virtud del imperativo diplomático, pero no ayuda a que la Estrategia Global contra el Terrorismo tenga cuanta credibilidad debería. En todo caso, hay un sello de –valga decirlo así– Marca España que dignifica dicho documento, también en esta su cuarta revisión, al insistir, con hechos que avalan los argumentos de nuestro país, en la incorporación de principios fundamentales de solidaridad y apoyo a las víctimas del terrorismo.
No hay duda de que el enfoque aportado por la Estrategia Global contra el Terrorismo debe existir, como tampoco de que debe elevarse el perfil de Naciones Unidas como actor antiterrorista en el mundo. Por el momento, sin embargo, existe más en la formulación de un marco normativo y de un esquema de actuación de referencia mundial ante los desafíos del terrorismo que en la contribución a generalizar políticas y programas, tanto nacionales como regionales, eficaces para prevenirlo y combatirlo a la vez que acomodados a la protección de los derechos humanos y los procedimientos propios del Estado de derecho.