Como todos los que tienen hijos en edad escolar, me alarmo cuando escucho que muchos de los chavales españoles de 15 años, la edad en la que la OCDE realiza la prueba PISA, no muestran suficiente comprensión lectora, y lo comparo con los resultados de esa misma prueba en otros países. El Reino Unido, por ejemplo, está 20 puntos por encima de nosotros en su capacidad para evaluar un texto en el último informe PISA, de 2009, una distancia que llega a 33 puntos cuando se trata de entender textos discontinuos (tablas, gráficos, mapas, anuncios…) España está en la zona baja de Europa tanto en comprensión lectora como en matemáticas o ciencia, los tres aspectos que evalúa PISA. Por otra parte, veo los libros y deberes de mis hijos en lengua española: su principal objetivo es que los alumnos sean capaces de hablar sobre la lengua. Es decir, que sean capaces de desmenuzar una frase para encajar cada elemento en su categoría correspondiente, unas categorías que, por cierto, ya no se denominan igual que cuando los de mi edad estudiamos el bachillerato. Hay que saber qué es un sintagma o un fonema, reconocer que “hubiéramos vuelto” es pluscuamperfecto de subjuntivo, diferenciar entre frase y oración, y saber que la prosopografía describe los rasgos físicos de una persona. Tener que aprender todo esto, a lo que dediqué y dedican ahora buena parte de su tiempo los alumnos españoles, me parecía lo más natural hasta que pasé una temporada en Inglaterra, mis hijos acudieron allí al colegio y descubrí con asombro que en Inglaterra no se enseña gramática ni sintaxis a los niños ni a los adolescentes. Sólo los que quieren estudiar una filología estudian gramática ya en la Universidad. En vez de gramática y sintaxis los niños pequeños escuchan al profesor que les lee cuentos o poesías y los mayores leen y exponen continuamente sobre lo que han leído. Ninguno sabe qué es el subjuntivo, pero no lo necesitan para usarlo correctamente, porque el idioma se aprende por imitación. Ni saben qué es un adverbio de modo o una “aposición explicativa”, pero están mucho más entrenados que nuestros adolescentes en leer, comprender, escribir y exponer porque han dedicado a eso buena parte de su tiempo escolar.
Deberíamos replantearnos nuestra enseñanza de la lengua, empezando quizá por cambiarle el nombre (podría llamarse lectura, habla y escritura) y disminuyendo al máximo sus aspectos clasificatorios. Esto dejaría espacio en la abarrotada agenda escolar para más matemáticas y ciencias, esas que un reciente informe presentado por la Comisión Europea pide a los Estados que refuercen para mejorar la competitividad en declive de nuestras economías. Quizá así consigamos transformar una lacra de nuestra sociedad: el analfabetismo numérico de muchos adultos ilustrados y universitarios, a los que no les causa ningún sonrojo reconocer que “son de letras” para indicar, por ejemplo, que no saben calcular un porcentaje o una probabilidad y en cuya definición de cultura no se incluyen la geología o la física. El analfabetismo numérico no sólo es perjudicial para la competitividad de nuestra economía: lo es también desde la perspectiva democrática porque la mayor parte de los ciudadanos son incapaces de entender los argumentos que hay detrás de los debates sobre política económica, la más relevante en sus vidas.